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opinión

Odio eterno al (nuestro) fútbol moderno

Del partido del sábado poco más se puede escribir. Incluso sin tener a la Diosa Fortuna de cara, -eufemismo utilizado por los malos estudiantes, aplicado al caso- la preocupación comienza a apretar el gaznate...

30/11/2016 - 

VALENCIA. Aquí no paramos de divertirnos. Si no fuese porque el fútbol es la cosa más importante de las cosas menos importantes, esto sería una comedia eterna. Pero no hace ni puñetera gracia que, a cada segundo, te moje la oreja cualquiera, llámese Sevilla o Leganés. Del partido del sábado poco más se puede escribir. Incluso sin tener a la Diosa Fortuna de cara, -eufemismo utilizado por los malos estudiantes, aplicado al caso- la preocupación comienza a apretar el gaznate.

Y no hay flanco por el que no nos den bofetadas. En el campo está claro, con Garay perdiendo pelo a pasos agigantados y clonándose en el Abdennour valencianista, que no monegasco. Y al bueno de Aymen, pillado echándose unas risas en el banquillo con Jaume y Mina, hasta hace poco ojitos derechos del valencianismo, se le va a recordar esta semana más por eso que por el más que aceptable partido en la nueva defensa de tres de Prandelli.

Al loro, estamos tan mal que cualquier arrancada de Cancelo nos parece épica de pasodoble. Y si asiste a Munir para que le apriete el nudo de la corbata a Rodrigo con un gol, más todavía. Nos abrazamos a los números, a los reflejos, a las señales, esperando al mesías de tal manera que parecemos pacientes homeopáticos recuperados del peor de los males. Vemos en Prandelli al Ranieri de la primera época y soñamos en secreto que Gabigol, Bacca o cualquier italiano de los que suena para ser #elnounou9 pique como aquella cobra rumana.

Tenemos tantas chinas en el zapato que cualquier paseo por Butarque nos parece tan temerario como andar descalzo por encima de brasas. Y nos tomamos a chanza cualquier viaje de García Pitarch para ver jugadores. Ganado a pulso el no respeto por la figura, dicho sea de paso.

Y en esta semana, se hace raro tener dos partidos. O más bien, tener uno intersemanal. Con eso que tenemos el pasaporte requisado por mandato deportivo, esta vorágine de domingo-martes recuerda a aquellas noches europeas, tan bonitas como un gol en el noventa, luciendo con orgullo el ser barraqueros sin sonar despectivo. Se añora tanto aquello que podría ser una línea de merchandising en la que lo vintage se convierte en nuevo, en actual, en ahora. A falta de tiempos mejores, taparnos del chaparrón con la manta de la nostalgia, que no del doblete, y esperar que amaine el temporal de una manera u otra.

Porque no nos queda otra. Estamos en una dinámica que hasta el departamento de comunicación pepinero abriga más a un jugador adoptado que la propia familia biológica. Y no deja de ser una prueba, otra más, que alguien está mirando hacía otro lado. Que alguien, con acento inglés o apitxat, no sabe de que va esto o prefiere otra cosa, que quizá sea el que no falte marisco en Navidad.

Esto que está leyendo ahora, querido lector, querida lectora, está enviado a la redacción antes que comience el partido de Copa contra el Lega. Partido que, según corrientes, incomoda porque hay que centrarse en la liga y en salir de la zona baja de la clasificación. El entorno, queridos. Ese al que a Baraja le chupaba un huevo, nos ha convertido en timoratos, en enclenques de sentiment, en corredores huyendo de la quema del descenso. Ningún partido incomoda. Manda narices que tengamos este debate cuando hace más bien poco, cada partido del Valencia era una fiesta, que hacía del martes, o miércoles, otro sábado.

¿Da para odiar a nuestro fútbol moderno o no?

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