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2021, Orriols y la esperanza

28/12/2020 - 

VALÈNCIA. Navidad, tradicional época de buenismo, invita a recordar que el fútbol no es una ciencia exacta, aunque la afición de cualquier equipo suela aferrarse, mayoritariamente, a ello. No, no es una ciencia exacta por mucho que los entrenadores tiendan a una perfección tecnificada y matemática, casi científica, como de Play Station. José Luis Mendilibar, sexta campaña consecutiva en el Eibar y el mejor de Primera, advertía el otro día en una charla con Del Bosque para El País que a menudo le preguntan por conceptos que él no había escuchado jamás, satirizando el fútbol moderno. Los columnistas –analistas, nos gusta llamarnos– no nos libramos: fabricamos batidas teóricas con ínfulas de abordar todos los aspectos de la realidad de un equipo para poder explicar así sus éxitos y sus derrotas, algunas absolutamente estomagantes e insufribles, o insulsas y previsibles, o soberbias y disparatadas. Lo cierto es que sólo a veces damos en la diana, perdidos entre la cantidad colosal de ruido que genera el mundillo del fútbol, tan apegado a múltiples y diversos intereses y tan alejado, en definitiva, de la verdad, aunque nunca sea absoluta, ni se le parezca, algo que ya sabemos.

En cuanto a los futbolistas, los grandes protagonistas, son los que menos entienden toda esta palabrería. Ni afirman ni desmienten ni todo lo contrario. Jugaban en la calle de pequeños, como cualquier hijo de vecino, y han ido creciendo en conceptos que los han profesionalizado, pero al fin y al cabo lo que los hace diferenciales y les ha permitido jugar en la élite es el chispazo de inspiración, la genialidad puntual, el olfato de gol, el talento para el orden táctico y la visión de juego que, precisamente, vienen de aquel tiempo feliz de rodillas malheridas. Así que asisten a nuestros festines teóricos con una ceja levantada, xino-xano como Mendilibar.

Y a menudo, casi siempre, en realidad, el fútbol es mucho más eso que una ciencia exacta. Incluso que una ciencia inexacta. Como en los patios de colegio, en las calles poco transitadas y en los solares de las ciudades, con unas mochilas haciendo de postes, las rabietas, la vanidad, las expectativas personales, el orgullo y el genio (incluso el mal genio) también juegan. Y tanto que juegan. Lo son todo. Y en la gestión de estas miserias humanas, de las que nadie nos libramos, estriba el buen funcionamiento de un grupo tanto o más que en la pizarra del balón parado o la disposición táctica. No es una hipérbole. Es como suena.

En esta faceta del fútbol tan importante, en la disciplina, en el control de las filias y las fobias, propias o ajenas, nuestro Alex Ferguson de Silla (per molts anys!) tiene margen de mejora. Es, de hecho, donde más margen de mejora tienen él y este Llevant, capaz de jugar a fútbol razonablemente bien, pero anclado a la parte media baja de la tabla por sus problemas no estrictamente futbolísticos: actitud, regularidad, fortaleza mental.

Todos los equipos tienen defectos clásicos y la mayoría de entrenadores los conocen y buscan explotarlos. En nuestro caso, como es bien sabido, son el balón parado, las pérdidas y la fragilidad en el centro de la defensa. Los equipos se igualan en este tipo de errores, cada cual con su tipología particular. Y se desigualan en presupuesto de plantilla y, por ende, en potencial, aunque el dinero, ya saben, no siempre da la felicidad. Si Real Sociedad un año, Getafe otro, Granada, Celta, Málaga, Espanyol, etcétera se disparan arriba es por la notable gestión extra-futbolística que son capaces de practicar sus entrenadores. Incluso el Llevant lo consiguió con Juan Ignacio Martínez durante aquel mágico inicio de la década de los años 10.

Tampoco hay que quitar importancia a los astros, obviamente. A veces se alinean para que en un momento puntual de la historia de un club coincidan futbolistas que se complementan y que, juntos, suman el talento necesario para estar arriba; algo que por separado, o en otros grupos, jamás hubiesen sido capaces ni siquiera de soñar. El Llevant hecho de retales, por ejemplo, que ascendió en la temporada de su centenario, con Luis García Plaza al mando.

Así se escribe la historia de los clubes de fútbol, con el amasijo de virtudes, de sensaciones positivas, de goles increíbles y de triunfos inverosímiles que surge de todo ello. O de su ausencia, cuando vienen mal dadas, pese a que el equipo atesore magia en sus botas, como en la campaña del retorno a Primera (2004-05), con Schuster.

En el rendimiento de un equipo la grada es un factor esencial, aunque haya quien lo infravalore, en su profunda ignorancia. Cuando tantos inputs subjetivos entran en juego para decidir una victoria, para decidir una victoria tras otra, para decidir, por tanto, una buena temporada, el calor de la grada deviene decisivo, es capaz de inclinar la balanza. La grada puede empujar en momentos de bajón, combatir la tentación de la indolencia por parte de los jugadores de carácter más apocado, recompensar el talento y el genio, fiscalizar el esfuerzo y recrear una cierta mística ambiental, que a veces influye en el desgaste psicológico del rival.

El Llevant de 2021, como club y por tanto también como equipo, es más poderoso, mucho más poderoso y más estable que el de 2008 fundamentalmente porque durante estos años la grada se ha poblado como nunca hasta conseguir que Orriols lleno no fuese noticia, algo insólito desde los tiempos de Vallejo, con la mitad del aforo por aquel entonces y sin fútbol televisado. El previsible y progresivo regreso de la parroquia granota a la reformada bombonera diseñada en 1969 por el osado y lúcido arquitecto Juan José Estellés mejorará el rendimiento de este Llevant. No todos, pero hay estadios que suman para su equipo y Orriols es uno de ellos. El levantinismo ansia reencontrarse en su remozado teatro de los sueños, llenarlo y hacerlo rugir. Será un momento álgido, único, irrepetible que nos regalará 2021. Orriols lleva en volandas a su Llevant, el virus ha sido derrotado.

El fútbol no es una ciencia exacta. La medicina y la farmacología tampoco lo son. El futuro, sin embargo, nos exige fe y esperanza. Como levantinos. Y por descontado como seres humanos.


  

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