Hoy es 15 de octubre
La reacción tras el descanso no se entiende de otro modo. ¿Cómo es sino que entre aquellos síntomas primigenios de cambio los nuestros se dieran besitos con los jugadores culés e intercambiaran camisetas con sus ídolos en el túnel para salir en la segunda mitad como salieron?
VALENCIA. Aquellos que, hartos de todo y de todos, decidimos limitar nuestra relación con el Valencia a 90 minutos semanales, partidos como los del sábado nos dan fuerza para no tirar la toalla definitivamente. El espectáculo fue grandioso, y vino por episodios, como un torrente creciendo antes de violentarse y destrozarlo todo.
La cosa no empezó bien, que es lo más maravilloso del asunto. Empezó con un Valencia ejerciendo con gusto el papel al que quedó reducido en el fútbol moderno. Rol que Robert nos pide que interpretemos con orgullosa pleitesía. Ese mismo que la dirigencia, gustosa y alegre, cultiva instalando en cenas veraniegas una relación de sucursal con Barcelona. El de comparsa, academia de jugadores, para la gran ópera que protagonizan los grandes.
Así danzaba el encuentro, con un Barça a placer, manejando el partido, acorralando a un local timorato y acomplejado que escribía en mayúsculas que le venía grande el envite.
Pero aquello más bien pareció formar parte de alguna estrategia del destino. Patada vino, y patada fue, sobre el minuto 41 del primer tiempo ocurrió algo en el espacio-tiempo que lo cambió todo. A Mestalla, de repente, le salieron vallas; anocheció. Picornell narraba el partido en nuestras mentes y la camiseta blanca apareció con Terra Mítica en el pecho. En los anaranjados volvían a haber rubios, y el séptimo de caballería amenazaba con reaparecer invocado por tanta contra. Faltaba Van Gaal.
La reacción tras el descanso no se entiende de otro modo. ¿Cómo es sino que entre aquellos síntomas primigenios de cambio los nuestros se dieran besitos con los jugadores culés e intercambiaran camisetas con sus ídolos en el túnel para salir en la segunda mitad como salieron? Puede que fuera lo que más molestara a los cracks blaugranas: "Estaban rendidos a nuestros pies, y mira lo que nos hicieron".
Al Valencia le cambiaba la vida conforme caía la tarde. Empezaba a morder. Empezaba a sacar una personalidad jamás intuida. Empezaba a mostrar unos colmillos nunca vistos, mostrando trazas de una época extinta. El miedo, las inseguridades, la desconfianza, fue dejando paso a pequeñas dosis de fe; antiguos gestos de rendición mutaron en un menudo conato de rebeldía que cerca estuvo de cosechar tres puntos inesperados. Y por dos veces.
Todas esas cosas que jamás quisimos creer que tuviera este equipo las sacó para remontar un partido imposible. Los jugadores crecían por minutos.
Ya entonces, Abdennour abandonaba su condición de chiste. Ni siquiera ―Siqueira sigue cojo― Nani era un viejales que vino a 'llevárselos'. Hasta Enzo Pérez era capitán con honores a ojos de casi todos, dignificando ese brazalete por el cual había gente que no dormía al verlo en tales brazos. Qué cosas llegan a conseguir los entrenadores; esos sin liderazgo, ni espacios televisivos o millones de followers, pero con carnet y años de banquillo. Ay, el tiempo perdido...
Con el sabor a los buenos clásicos instalado en nuestro paladar, polémicas arbitrales incrustadas por si el orgasmo no era ya total, volviéndonos a sentir vivos ante un match del Valencia, al partido sólo le faltó que lloviera un poco y levantara algo de barro para alcanzar la perfección absoluta. Ganar, encima, hubiera sido la repera.
Pero como veo que todavía hay alguno que no cree que un pliegue espacio-temporal nos transportara a una dimensión paralela, que analice estos dos detalles finales. El primero: el de esos mismos jugadores que se abrazaban e intercambiaban camisetas al descanso, yendo a la gresca al finalizar el partido para defender su honor ante una afrenta. Y el más salvaje de todos: Un representante institucional ―¡escuche bien!― poniéndole ante el mundo rostro y voz al club, alineándose con sus aficionados en reclamo de un mínimo respeto. ¿Es o no es increíble?
Sí, se habrá perdido un partido ―todavía falta algo de picardía para sacar provecho de ciertas situaciones― pero en el fondo queda ese regusto a que puede que se haya ganado un equipo. Que ya es mucho más de lo que Undiano le quitó al Valencia.