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entrevista

Ana Elena Pena: «La vida es una lección tras otra de humildad»

Durante los 90 fue una de las referencias del underground valenciano. Sus performances en las que se automutilaba o sus barbies siniestras alcanzaron la categoría de leyenda. Pero la edad le ha apartado de los excesos y Ana Elena Pena disfruta de una vida sin sobresaltos —su maternidad, la escritura y el diseño—, sin renegar del pasado

| 20/06/2020 | 13 min, 25 seg

VALÈNCIA.- Suma más de dos décadas de albedrío creativo. A finales del siglo pasado descolló en el underground valenciano como performer de ceremonias gores y cañís. Tanteó la escena electroclash, customizó muñecas Barbie y dibujó ensangrentadas figuras femeninas en un estilo naíf, adscrito al surrealismo pop, donde los demonios personales convivían con la denuncia de los estigmas patriarcales. Adoptó el nombre artístico de Ana Elena Pena (Calasparra, Murcia, 1976) y lo alternó con efímeros sobrenombres pendencieros como los de Cenicienta Superstar o Sissy Felatriz. Siempre libre, en perpetua reinvención, en los últimos años alterna el cabaret con la literatura y la bisutería. Como autora, cultiva la añoranza, la denuncia y la catarsis en poemas y escritos en prosa de una honestidad y crudeza que atrapan. El confinamiento ha dejado en suspenso sus escarceos musicales y no le ha permitido escribir más que algunas líneas rabiosas.

A diferencia de artistas que han hallado inspiración en la pandemia, Ana Elena ha preferido no correr el riesgo de caer en la sensiblería por contagio. Se ha mantenido ocupada en pendientes y colgantes de fantasía para la línea de Objetos Embellecedores que comercializa en yonosoyesa.com, y se ha volcado en la corrección del borrador del que será su undécimo libro (Chicas bonitas esnifando purpurina), cuya publicación está prevista en septiembre en Arrebato Libros, un trabajo con el que espera repetir el éxito de El tren de la bruja, su primera obra de relatos cortos, que vio la luz a finales de 2019.

— ¿A qué tristezas le debes tu apellido?

— Mi apellido real es Martínez, pero hubo un año crítico en la facultad en el que pasé por una crisis de ansiedad muy fuerte y tenía el ánimo por los suelos. Mi amigo Tachi empezó a llamarme Ana Pena y lo adopté, con el Elena por medio. Me parecía un nombre artístico muy musical, que sonaba como una nana. Además me recordaba a la canción Pena, penita, pena de Lola Flores (una de mis ídolos) y al Romance de la pena negra de Lorca. Yo bebo mucho del cancionero popular, de la copla y de esas letras que escribieron Rafael de León y Quiroga, donde aparece mucho la palabra pena. Así que me lo quedé, aunque pena tengo poca: soy muy alegre. 

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— Tu descripción en Blogger reza: «Soy zurda, bajita y miope. Monógama en serie, hipocondriaca y con demasiadas fobias y filias. Contorsionista en los ratos libres. Viuda negra, mantis religiosa y antivedette tragicómica por encima de todas las cosas. Abstenerse fumadores». ¿Cuánto de esa definición se mantiene vigente?

— Uy, eso es del año catapún, pero sigo siendo zurda, bajita y cada vez más miope. No soporto el tabaco. También mantengo lo de monógama en serie. Además de las siete dioptrías, tengo vista cansada; aunque total, para lo que hay que ver… La tragicomedia sigue siendo lo mío. Lo de «viuda negra, mantis religiosa» era por la canción Vagina Dentata, que compuse con mi amigo Rúdiguer. Mis performances locas de los noventa habían tocado a su fin, pero me seguía apeteciendo cachondeo. Fue en la época del electroclash y del fotolog, cuando hicimos canciones como Yo me pongo de caballo o Ensalada de pepino en el colegio femenino.

— ¿Qué artistas componen tu panteón de dioses?

— Lola Flores está en mi top, como casi todas las antiguas folclóricas. También adoro a John Waters, Mark Ryden, Katy Perry, Geraldine Chaplin, Pennywise, Mark Ryden… En cuanto a escritores, tengo todo del criminólogo Vicente Garrido, y también adoro a Ana María Matute, Rosa Montero, Patricia Highsmith, Carmen Martín Gaite y Chuck Palahniuk. También siento una extraña fijación por Charlie Sheen, que no es admiración. No sé lo que es. Perdón, perdón.  

— ¿Hay creaciones tuyas en casa? ¿Te has convertido en coleccionista de ti misma?

— Sí, mi casa está llena de mis chucherías y de cosas frikis y curiosas que me regalan. Collages, bordados, cuadros pequeñitos, cajitas pop… También tengo fotomontajes increíbles que me hace mi marido, como la recreación de un Hopper con un Macario sobre la cama mirando por la ventana o los retratos pop de Massiel y Lina Morgan. Estas son mis joyas más preciadas.

— El 17 de mayo colgabas en tu página de Facebook un poema de tu libro Sangre en las rodillas en el que se repite el verso «Con tal de no estar solos». ¿Has pensado mucho en la soledad estos días de confinamiento?

— No he tenido ni un momento de soledad, imposible con una niña de dos años en casa. Nos turnábamos cada hora para poder trabajar y cuidarla. Imagino que hay personas que viven solas que lo han llevado fatal, aunque, en general, nos hemos vuelto más caseros con las plataformas digitales, internet, las videollamadas… Así se aguanta mejor la soledad. Ahora, la gente más joven se relaciona de otra manera, hacen vídeos y se divierten en casa, algo impensable en los noventa. Cuando tenía quince o veinte años estaba deseando salir a la calle porque de lo contrario no hablabas ni veías a nadie. No podías quedarte en tu habitación, donde solo tenías la compañía de los libros y a tus padres espiándote si llamabas a alguien por teléfono. ¡Aj! Imagina un confinamiento en los noventa. Una pesadilla.

— ¿Cómo planeas conjugar tus espectáculos de cabaret intimista con la necesidad de mantener dos metros de distancia?

— Eso va a ser un problemilla, porque a mí me gusta acercarme, sentarme en las rodillas de un señor y ponerle el micro a las chicas, pero se hará lo que se pueda. 

«las mujeres tenemos la necesidad de compartir nuestras emociones, de hablar de nuestros procesos fisiológicos, de nuestros duelos»

— Durante el confinamiento has compartido que cada vez que vuelves al pueblo, te gusta releer cartas viejas de amigas con recortes de A-HA y de Glenn Medeiros. ¿Qué peso tiene la nostalgia en tu obra y en tu vida?

— Echo de menos el correo postal. Pensabas muy bien lo que querías decir y cómo. Recuerdo los veranos en la playa, deseando que llegaran las cartas de mis amigas del pueblo. Y después, durante el curso, me alegraba recibir correo de mis amigas de la playa, de mis primas. Esas cartas perfumadas, con las hojas escritas en rotulador de varios colores y dibujos hechos a mano. Guardo muchas, de cuando éramos niñas y de cuando empezábamos a acariciar la adolescencia. ¡Cuánta inocencia! Mi nostalgia es positiva y enriquecedora, no una que me impida avanzar y me estanque en el pasado. Recordar es acariciar tu pasado como si fuera un gatito. 

— Tanto en tus libros como en entrevistas y redes sociales has hablado abiertamente de trances personales dolorosos como la bulimia, la autolesión, las dificultades para quedarte embarazada y la crianza. ¿En qué medida lo haces como catarsis y en qué medida para ayudar a otros?

— Cuando estaba en la fase más aguda de la bulimia, vomitando varias veces al día, sentía que nadie podía ayudarme y que me estaba volviendo loca, hasta que encontré un libro que hablaba de ello y descubrí que lo que me pasaba tenía un nombre y que podía curarme. A partir de ahí busqué información. Leí Cuando comer es un infierno, de Espido Freire, y El cuerpo como delito, de Josep Toro. Cuando logré superarlo, bien entrada la treintena, sentí que escribir sobre ello era una necesidad, tanto para mí, que lo había mantenido oculto, como para esas chicas que pasaban por lo mismo. La autolesión es una práctica asociada a los trastornos alimenticios, con el agravante de que deja huella, cicatrices, y luego tienes que dar explicaciones el resto de tu vida cuando llega el verano. Yo lo disfrazaba de ritual-performance, pero en el fondo me hacía daño porque no podía soportar el dolor psíquico. Porque quería volver a tomar el control. Los problemas para quedarme embarazada vinieron después. Siempre había despreciado la maternidad, por esos sesgos feministas que nos metían en la cabeza en los noventa. Todas mis amigas repetíamos que nunca tendríamos hijos porque eso nos robaría la libertad, porque el mundo estaba superpoblado, blablabla. Ahora, todas tenemos. Eso que tanto rechazaba ha sido lo mejor que me ha pasado en la vida. Me trajo una felicidad distinta, desconocida. Incluso me compadecía de las chicas que habían sido madres muy jóvenes. La vida es una lección de humildad tras otra. 

— Te has unido a otras mujeres que en su literatura nombran y cuentan lo históricamente silenciado, como Virginie Despentes al hablar de la violación o Paula Bonet al relatar sus abortos. ¿Cuánto necesitamos narrarnos las mujeres?

— Ya en los setenta, escritoras como Jane Lazarre y Anne Sexton hablaban abiertamente de estas cuestiones. No era lo corriente. Hay un libro que me encanta, Maternidad y creación: lecturas esenciales, que incluye textos de autoras como Margaret Atwood o Sylvia Plath. Hablan de las dificultades de la maternidad de una manera muy cruda y realista. En estos tiempos de redes sociales, temas como el aborto o la violación han dejado de ser tabú. Nos hemos vuelto muy exhibicionistas. Las mujeres tenemos la necesidad de compartir nuestras emociones, de hablar de nuestros procesos fisiológicos, de nuestros duelos. Esto no interesa a los hombres, ni antes ni ahora. Les incomoda. No quiero decir que les repugne, sino que no saben cómo enfrentarse a ello, les provoca pudor. Ellos tienen sus retos particulares, su problemática propia, asociada a su masculinidad y condición biológica. De hazañas bélicas y estos temas está la literatura plagada, porque ellos han tenido más voz. Los asuntos de mujeres son más delicados, pertenecen por lo general al ámbito de lo doméstico, de la intimidad. El cuerpo de la mujer tiene algo de sagrado, por eso no se le permite expresarse tan abiertamente. El puritanismo siempre vuelve, camuflado de diferentes formas e ideologías. Temas como la menstruación, el aborto, el embarazo, la sexualidad, la masturbación o el parto eran antes tabú pero si ahora vas a una librería, verás estanterías llenas de libros en rosas y morados abordando estos temas sin tapujos. 

— ¿De qué va Chicas bonitas esnifando purpurina?

— De la pérdida de la fantasía y de la ilusión en la vida adulta y el empeño que ponemos en recuperarlo. También de la obsesión por la eterna juventud, de la metamorfosis de la amistad a lo largo del tiempo y de la rivalidad/sororidad entre mujeres. Cuando eres muy joven todo parece un bufet libre. Hay un montón de chicos y chicas con los que flirtear, con los que tener relaciones fugaces y experimentar, ¡hay tanto por probar y descubrir! Luego sabes que has de elegir. Y esas decisiones implican dejar cosas atrás. Elegir significa renunciar. No solo en el amor y en el sexo, sino en todo lo demás. 

— ¿Por qué practicas, en general, una literatura confesional?

— No todo lo que narro me concierne; muchas veces utilizo la primera persona para que el lector sienta el poema más suyo. Parto de que tengo una visión muy teatral de la literatura y de la poesía. Me gusta imaginar que mis textos son monólogos interpretados por diferentes personajes. Por eso me contengo en el lirismo, intento que parezca real, poco afectado. Son observaciones, textos con carácter introspectivo que se hacen preguntas a medida que avanzan. Hay una minicompañía de teatro llamada Moskitas Muertas que tiene una obra titulada Entre las piernas, hecha con textos íntegros de Vamos a follar hasta que nos enamoremos. Ese es el efecto que busco. Que mis poemas, mis historias, encuentren otras voces que las hagan suyas. 

«a mí me gustan más los valencianos que los murcianos, y cuanto más serios y sosos, mejor. sin tatuajes y que no sepan bailar. soy de contrastes»

— Kazuo Ishiguro ha compartido que cuando termina un libro no lo siente como un triunfo, porque constantemente está revisando y cambiando su trabajo. ¿También te sucede a ti?

— Sí, es horrible. Hay muchas cosas que escribí entre 2012 y 2015 con las que no me identifico y corregiría hasta el infinito o directamente borraría. Pero nos pasa a todos los artistas. Vale, a lo mejor ya no te dice nada ese poemita que escribiste hace diez años, pero a otra chica le requetencanta y se lo quiere tatuar. Los poemas tienen vida propia y son promiscuos, buscan dueños, amantes a quien encandilar. Tú lo escribiste, pero él vuela solo y se posa donde quiere.

— ¿Eres muy autocrítica?

— Soy mi peor crítica, pero también tengo a mis niños mimados. Hay cosas que he hecho o escrito que me chiflan y siempre lo harán. No me reconozco en la chica de hace veinte años ni en lo que hacía, pero la comprendo, la acepto y hasta la perdono [risas].

— ¿Cuándo dejó de preocuparte el escrutinio de los otros?

— Yo siempre he ido a mi aire. Nunca entro en polémicas y siempre he tenido claro mi camino. No tengo tiempo ni ganas de pararme a pensar qué dirán o no dirán, aunque muchos artistas nos autocensuramos por la corrección política, sería deshonesto decir lo contrario. Sé que en los noventa tenía una imagen muy provocadora y transgresora, y la gente se hacía ideas raras sobre mí. Tenía muchos haters. Recibía mensajes anónimos muy desagradables. La realidad es que siempre he sido una chica normal, pero la gente tiene necesidad de proyectar sus temores en alguien, y yo era ese alguien. Me pregunto dónde están ahora y me imagino que habrán cambiado tanto como yo. Ya me ves en estos momentos; tengo la cabeza en mi sitio, una niña preciosa y trabajo en lo que me gusta. Todo pasa. Se madura, se mejora, las heridas se curan y ves la vida con otra perspectiva. Yo agradezco a la vida todas sus lecciones, me arrepiento de algunas cosas, pero tampoco me torturo con ello. Virgencita que me quede como estoy. A pesar de todas las calamidades, me siento muy afortunada. Siempre me he sentido querida. Soy amorosa y besucona y ya sabes lo que se dice de los murcianos, que son los más cariñosos del país [risas]. Sin embargo, a mí me gustan más los valencianos, y cuanto más serios y sosos, mejor. Sin tatuajes y que no sepan bailar. Lo mío siempre ha sido los contrastes. 

* Este artículo se publicó originalmente en el número 69 (junio 2020) de la revista Plaza

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