VALÈNCIA. Ante la duda -porque hay duda, siempre hay duda- recuerdo aquel gesto del Valencia en el estreno del Azteca. 1966. Aquella grada donde, además del hijo de uno de los fundadores, Milego Jr, estaba él, Max Aub, acodado en la añoranza del tiempo pero haciendo de su acto de presencia una declaración firme de militancia. Viendo a su equipo.
Para Aub, uno de los escritores españoles más destacados de siempre, exiliado en México, el Valencia debía ser la ligazón con su identidad. Estar en el partido, como había estado en la otra visita del club en 1963, era un ligero salvoconducto para visitar a quienes no visitaría. Para ver las decenas y decenas de partidos en Mestalla que jamás vería.
Ahora el Valencia -y con el Valencia su ciudad, sus comarcas, un sentimiento líquido de difícil definición extendido como una mancha de aceite difusa- está en la disyuntiva moderna de, teniéndola todo, carecer de identidad. Es el sentido contrario a la experiencia de Aub con el Valencia. Tan cerca, y sin embargo tan lejos. Pocas veces Mestalla ha estado, pudiéndose tocar, más alejado de todos nosotros. Una contradicción aparentemente irresoluble.
El hardware está a la vista pero alguien se ha colado para derrocar el software y convertirlo en un sistema confuso que pervierte la base propia del aparato, esto es, de la institución. Por supuesto, fueron unos cuantos antes los que abrieron esa brecha de seguridad.
Es sencillo y ligero encaminarse a la renuncia cuando, el club está maniatado por intereses que poco tienen que ver con el propio club. Cuando, en una de las mayores crisis de identidad, ahora el verdugo no está a la vuelta de la esquina, ni tan siquiera se pone al teléfono, casi ni tiene rostro. Pero si no es ahora, cuándo es, cuando el Valencia -y no hablo de la empresa y no hablo de su accionariado- necesita soportes para sobrevivir a una nueva prueba de resistencia. De lo contrario, el vaciado se habrá completado. Existirá un Valencia sin jugadores que cuestionen, sin directivos críticos, sin aficionados reales. Pura abulia.
Llevamos mucho tiempo comprobando a qué conduce regalar, entregar, aquello que sin serlo demasiado es un poco nuestro. La renuncia es lícita, pero el tiempo es largo. Posiblemente la mejor contribución para salir de este atolladero sea seguir en el mismo sitio, no darse por vencido ante una identidad hackeada a miles de kilómetros a la que dimos acceso cual príncipe nigeriano. Simplemente estar ahí, como aquel tipo melancólico del Azteca.