VALÈNCIA. No sé muy bien cómo empezar. Os reconozco que he borrado muchas veces estas primeras líneas hasta dar con la tecla, sobre todo por no empezar a lanzar pestes desde el principio y no dejar títere con cabeza. Es difícil tener la cabeza fría y no dejarse llevar por la desesperación que genera un Levante que no encuentra el camino, que está sumido en un bucle sin solución de continuidad y que firmó un partido indecente en casa de uno de los peores Barça de la historia reciente que apenas necesitó esforzarse para llevarse un triunfo comodísimo que suaviza el clima enrarecido alrededor de la imagen de Koeman y debilita todavía más la figura de Paco López. El de Silla fue el responsable de una apuesta que se deshizo rápidamente y que engordó de razones a los que critican su cabezonería (y yo también lo he hecho cuando he creído que lo merecía como ahora) en la toma de decisiones con algunos futbolistas. Naufragó el plan inicial (muy expuesto sobre todo en la autopista que fue el sector derecho), que además adoleció de un cambio de timón cuando el encuentro lo pedía tras el paso por los vestuarios y que se produjo demasiado tarde con la entrada de Morales y Pablo Martínez. Un desastre de primera parte y sin visos de reacción tras arrancar los mismos once en la reanudación para intentar voltear un escenario que pudo y debió ser mucho peor.
El crédito de Paco López tiene un límite. Y la imagen ofrecida el domingo (da igual el rival que esté delante) es inadmisible y así no se puede seguir. Lo sabéis que no soy de los que piensan que Paco sea fulminado porque esto no es solamente por su culpa, pero tengo clarísimo que al final, lo que manda es la pelotita, que los matrimonios futbolísticos no son para siempre y los ciclos se acaban. Los números son claros y cuando las cosas van torcidas, la cuerda se rompe en el mismo lado. Y a lo mejor esa es la solución y quizás se esté tardando en emprender la ejecución. No me atrevería a ponerle una fecha de defunción si continúa la caída libre en Palma de Mallorca o luego después del parón ante el Getafe. Las voces en su contra de puertas para dentro se extienden cada vez más y refrendan que “la confianza absoluta en el club” que pregonaba Quico Catalán hace unos días solamente la tiene el propio presidente, que ha despedido a tres de los ocho entrenadores que han dirigido al equipo desde que llegó en 2009: Mendilibar, Lucas Alcaraz y Muñiz.
Aunque es imposible frenar el aluvión de azotes al míster (y comulgo en algunas de esas discrepancias), me da pánico el hipotético recambio que pueda tener en mente el área deportiva. No es una cuestión de compadreo, creo que aún puede enderezar el rumbo, pero no soy ingenuo, el panorama es tremendamente preocupante, las reglas de este juego son más antiguas que el tebeo y todo tiene un final. No tengo la verdad absoluta, pero considero que el principal problema es que no hay un plan, que se ha caído tanto en la autocomplacencia, en la escasa autocrítica, en la tranquilidad, en mirar hacia otro lado y que otro se coma el marrón, en apuntar a culpables de puertas para fuera (el entorno que parece que tanto molesta) y en el escenario económico condicionado por la pandemia (que por supuesto que tiene su dosis elevada de trascendencia) que la realidad ha explotado, sin creer que pudiera alcanzar esta magnitud, y el empastre se ha extendido en exceso. A veces el problema no es lo que ves sino lo que no percibes.
Paco ni es perfecto ni es el demonio. De lo que sucede en el campo es el responsable, junto a unos jugadores que están en flecha roja salvo contadas excepciones, de que el Levante lleve 15 partidos (sí Paco, 15) sin ganar, desde el 10 de abril en casa del Eibar, pero en este laberinto, de momento sin salida, hay muchos más protagonistas que no deberían agachar la mirada y escabullirse de la primera línea de fuego. Mal vamos si esto no deja de ser un ‘sálvese quién pueda’ y no se coge el toro por los cuernos. Hay tiempo. Justo antes del 0-2 del Celta, escribía en el anterior #13denoviembre que era el momento de subir un escalón y ratificar los aspectos positivos del Martínez Valero (y eso que no se ganó) con ese primer triunfo de la temporada ante un rival en peor situación clasificatoria, que llegaba a Orriols con solamente un punto, pero que había ganado en seis de los nueve precedentes en la máxima categoría. Y pedía que no perdiéramos el enfoque pasara lo que pasara. Y lo que ha sucedido en estos seis días horrorosos ha sido el séptimo triunfo de los gallegos y la incomparecencia en la Ciudad Condal. Dos reveses con muchos señalados que merecen ese escarnio y aguantar el chaparrón.
Seamos claros. Hay acciones incomprensibles e impropias del fútbol profesional. Es difícil de explicar el planteamiento defensivo presentado en el Camp Nou y su ejecución: bloque descoordinado, líneas muy distanciadas, poca o nula presión sobre el poseedor del balón (Gavi y Nico González, el hijo del histórico deportivista Fran, parecían Xavi e Iniesta… y Busquets resucitado), facilidad del Barcelona para recibir en pasillos interiores y defensa muy adelantada. Pero si solamente fuera eso... Hasta pasado el minuto 80, Ter Stegen (me enteré en ese momento que jugaba él) no tuvo que intervenir y lo hizo para lucirse ante Cantero. Esa llegada y un remate de Morales que se marchó alto fueron los pírricos argumentos ofensivos granotas. El Comandante tiene que jugar sí o sí y no solamente porque su sola presencia pone en alerta a los defensas. El Levante no compareció en un estadio donde no había puntado en sus 19 visitas anteriores, pero que con Paco López había dado la cara. Un partido frustrante que venía precedido del disgusto ante el Celta que se desencadenó a partir del fallo grotesco de Róber Pier en el 0-1 de Iago Aspas, que aún sigo sin entenderlo ni lo entenderé. Me quedó la sensación de que da igual conformar un engranaje de cuatro atrás que una línea de cinco que va a aparecer la metedura de pata de turno para echar por tierra cualquier plan de partido. Y ante el Celta sí existió aunque no pareció. Si el equipo no deja de ser una verbena atrás y delante pierde la chispa, la hemorragia no tiene cura.
No recuerdo la última vez que me marché del Ciutat antes de que acabara un partido. Me pasó el martes pasado. Me atrevería a decir que no lo había hecho nunca. Ni me apeteció responder a los muchos mensajes de WhatsApp que tenía acumulados en mi móvil. También porque lo de la cobertura en el estadio es para hacérselo mirar y que cuando llegué a casa no quería entrar en debates porque seguramente me hubiera encendido aún más. Qué duro fue volver a la casilla de salida y reducir a la mínima expresión los brotes verdes de tres días atrás en Elche. Poquitos pero suficientes para creer en que podía ser el principio del cambio, ese punto de inflexión al que aferrarse para dejar atrás la indiferencia y volver a sentirse identificado con el equipo. La peor sensación de todas es perder la química, que se propague ese sentimiento de desapego, de desafección, de escampar antes del pitido final para no pillar atasco a la salida del aparcamiento del Centro Comercial, no cabrearse más y que pitaran (de nuevo con razón) los que aguantaron hasta el final.
Es duro pensar que la ilusión haya quedado en punto muerto desde aquellas históricas semifinales de la Copa del Rey y que el Levante aún esté acusando las consecuencias de aquel dramático gol de Berenguer que nos dejó sin final y sin ambición. Es una pena que aquella efervescencia haya quedado en el olvido, que sea de un fútbol de otra época. Desde aquel momento, el equipo (no solamente en la faceta deportiva) se ha adentrado en una espiral desconcertante que está resquebrajando lo más preciado que tiene: su afición. Esa parroquia fiel que seguirá respondiendo a la llamada, aunque no esté el cuerpo para fiestas, que es inteligente y, sobre todo, exigente con un vestuario con mimbres suficientes para deshacer el cortocircuito en el que se encuentra. Algo podría ayudar que la enfermería se vacíe en vez de incrementarse cada jornada.