VALÈNCIA. Como muchos de mis lectores sabrán, durante más de 25 años de mi vida he trabajado como periodista especializado en erotismo y pornografía. He sido, por ello, objeto de múltiples bromas por parte de mis amigos y conocidos, que decían sentir indisimulada envidia de mi profesión, como si escribir sobre sexo te asegurara una presencia continua en orgías, bacanales y demás fiestas desmadradas. Siento decepcionar a esos amigos, pero trabajar como periodista erótico solo me ha servido, aparte de para que me pagaran por escribir de algo que a todo el mundo le gusta, para conocer palabras del lenguaje sicalíptico en multitud de lenguas diferentes y para aprender conceptos que la mayoría de la gente desconoce porque no le afectan a su cotidianeidad.
Uno de ellos es el BDSM, acrónimo que combina las iniciales de Bondage (técnicas de inmovilización y ataduras), Disciplina, Dominación, Sumisión, Sadismo y Masoquismo. Al contrario de lo que piensa la mayoría de la gente (que lo llama simplemente “sado” y tiene un concepto oscuro de estas interacciones sexuales), el BDSM no consiste en pegarle una paliza a tu pareja mientras estás haciendo el amor con ella, sino en todo un ritual de prácticas sexuales en las que se establecen unas reglas de juego, con un dominante y un dominado. En realidad se trata de una de las prácticas sexuales más seguras, puesto que existe una palabra clave que detiene el juego en el caso de que alguno de los actores se sienta incómodo o padezca un dolor insoportable que le impida gozar. El escritor francés Michel Houellebecq lo califica, por medio de uno de los personajes de sus novelas, como un estadio superior en la sexualidad humana.
Lo característico del BDSM es el juego permanente en la frontera del dolor para conseguir placer, lo que constituye una interesante aplicación al sexo de aquella máxima que dice que para conseguir algo hay que padecer, que el éxito solo se logra con sufrimiento. La compensación del castigo con la felicidad explica, a grandes rasgos, esta forma de sexualidad para los no iniciados, pero no hay nada que ilustre mejor lo que es el BDSM que la temporada del Centenario del Valencia.
La primera parte de la campaña consistió, básicamente, en una preparación ritual para el castigo, esa inmovilización, esos azotes, esos instrumentos de tortura sexual que empiezan a funcionar y al principio solo producen daño. Pero resistes porque sabes que llegará el placer, que el daño se convertirá en goce y estás seguro de ello. Y así ocurre, el dolor sigue estando ahí, el sufrimiento extremo, pero poco a poco va gustando y, cuando antes lo pasabas mal para no perder partidos que tenías que haber ganado, ahora lo pasas peor porque no quieres perder partidos que mereces ganar. Y acaba gustándote esa sensación de que, si no padeces, si no te duele, el partido no vale la pena.
Pero hay algo más. Ese extraordinario momento del tiempo añadido en el que el Valencia vive tan confortablemente es, ni más ni menos, que una vuelta de tuerca más en el dolor, aguantar unos minutos la respiración a sabiendas de que el placer que corresponde vale la pena. Ese “un poquito más fuerte” que se convierte en un juego perverso en el que pruebas tus propios límites. Ese juego de la asfixia en el instante final que tiene casi un componente místico porque coqueteas con la muerte en unos segundos.
Y en el BDSM, como en toda relación erótica satisfactoria, lo importante no es solo terminar, llegar al orgasmo y correrse de forma sonora y estridente, sino el camino para alcanzar el éxtasis. Quizás más, porque el riesgo en traspasar la débil frontera que separa el placer del dolor está siempre presente. Y ahí está la gracia. En seguir adelante buscando ese orgasmo atómico en forma de títulos, aunque sepas que en dos o tres partidos malos, en un tiempo añadido sin suerte, te puedes quedar sin nada. Solo con dolor.