VALÈNCIA. Hace un rato he vuelto del río. He ido caminando hasta el Palau de la Música, he corrido 45 minutos penosos, he estirado un poco y me he vuelto sonriente. Pero el río, el Jardín del Turia, siempre te da más. Hoy, por ejemplo, me he cruzado con Alfonso Grau, el vicealcalde de Rita Barberá que no hace mucho estaba en la trena por presuntos tejemanejes en el caso Azud. El hombre, que ya ha cumplido los ochenta años, pasea mucho, y yo, que soy un perro callejero, me lo voy encontrando por todas partes.
Esta mañana discurría por la zona menos transitada del Palau de les Arts, bajo esa especie de soportal futurista donde se encuentra Berklee, la prestigiosa ‘universidad’ de la música con sede en València. El hombre caminaba en solitario, medio oculto por la mascarilla, con cara seria y las manos a la espalda, que es como andan los señores mayores. Porque parece que se jubilen y, como si ya no esperasen nada de la vida, deciden echar las manos atrás.
Hace unos días, también solitario y meditabundo, me encontré con Recaredo Agulló, que ya era catedrático de eso que ahora llaman ‘running’ mucho antes de que se pusiera de moda. Reca es de los que te escanea de arriba abajo cuando te ve. Como mi amigo Pipo Arnau, que lo primero que hace al verme es mirarme la barriga. Y si te ven en una mala época te animan, con un puntito de mala uva, a que hagas más deporte. Este sabio del atletismo, Reca, no necesita invadir el carril de los corredores en sus paseos matutinos, un impulso que no pueden contener cientos de personas cada día, que desprecian el resto del parque, mucho más amplio y agradable, para sumarse al rebaño de los corredores muchas veces sin respetarles.
Los días que bajan un poco las temperaturas son especialmente divertidos. Los valencianos, y eso les hace mucha gracia a los que no son de aquí, somos muy exagerados cuando llueve y cuando hace frío. O, más bien, cuando no hace el habitual día templado. Esta mañana, sin ir más lejos, estábamos a más de diez grados y los corredores iban vestidos como si viniesen de Laponia. Cuando, con diez grados, mucha gente de Manchester o Bruselas sale a la calle en manga corta. Pero si he visto hasta a un chaval que iba corriendo con la típica bufanda de lana de cuadros anudada al cuello.
El caso es que tengo una relación casi de amor con el río. Quizá porque no hay otro lugar de la ciudad donde haya pasado tanto tiempo. Tal vez el Negrito, pero creo que no tanto. Yo he corrido por el río cuando aún era río. He visto las chabolas y las ratas, y el hilo de agua nauseabunda que iba a morir al mar. He jugado al fútbol en campos de tierra y he recogido hojas para trabajos de ciencias. He paseado amores y hasta he vaciado las tardes de Distrito 10 allí mismo. Pero, sobre todo, he corrido.
Y me ha dado por hablar del río porque la semana pasada murió Ricardo Bofill, un genial arquitecto que dejó su impronta por Londres, París, Tokio, Houston o Chicago, una de esas mentes lúcidas, visionarias y transgresoras que salen de década en década. Franco no le tenía ninguna estima y por eso se mudó a París, donde hizo unas viviendas sociales con el espíritu del joven que cree que puede cambiar el mundo. Él defendía que un pobre podía vivir en un edificio hermoso, y por eso diseñó unas torres repletas de audacia e ingenio en la periferia de la gran ciudad.
Antes ya había demostrado su talento con la hoy famosísima ‘Muralla Roja’ de Calpe, unos edificios fascinantes que se han convertido en destino obligado de ‘instagramers’ y que inspiraron también a los creadores de ‘El juego del calamar’, la serie coreana que ha visto medio mundo. Y fue una demostración de puro talento porque lo hizo casi sin planos y con los albañiles de su padre. Luego ya creó un gran taller que estableció en La Fábrica, un edificio de cuando empezó la industrialización en Barcelona, donde también levantó el Vela, el emblemático hotel que hay en la Barceloneta.
Con la llegada de la democracia volvió a trabajar en España. Y en Valencia, donde unos años antes se había planteado hacer una especie de autovía por el cauce del Turia, finalmente se optó por hacer un gran jardín. Bofill supo ganarse a los que mandaban en el Ayuntamiento y a María Consuelo Reyna, que mandaba en la sombra. El arquitecto, que ya era una estrella, diseñó un inmenso parque que desembocaba en el puerto y que se iba a convertir en la espina dorsal de la ciudad. Un espacio verde en el lecho del Turia, que se había desviado para evitar nuevas riadas.
Bofill, finalmente, solo logró que le concedieran dos tramos, el X y el XI, alrededor del Palau de la Música. Fue contratado en 1981, comenzó las obras en 1986 y fue inaugurado en 1987. Allí trató de aplicar lo que le habían inspirado Frank Lloyd Wright y Alvar Aalto, maestros de la arquitectura orgánica, y creó un lugar bajo la noción romana del espacio urbano como lugar de encuentro, y dio al agua un protagonismo especial a los pies del Palau, inaugurado también ese año.
Yo siempre empiezo a correr allí. Y también acabo bajo el Palau, donde recupero el resuello y busco el árbol, siempre el mismo pino torcido, para estirar. Hace años, cuando no corría tanta gente, tenía una ramita quebrada donde colgaba las llaves, que recogía al acabar la carrera del día. Eran los tiempos de trote diario con las zapatillas más bonitas que recuerdo,
unas New Balance totalmente blancas con la letra en amarillo fosforito. Y mientras estiraba bajo aquel pino, feliz y lleno de endorfinas, contemplaba el jardín bajo el sol generoso de València y sentía que no necesitaba mucho más que eso para ser feliz.
Luego vinieron los asiáticos a hacer taichí y, más tarde, los yoguis, y hoy hay una enorme economía sumergida de punta a punta del río, donde cada mañana y cada tarde, instructores improvisados se ganan la vida poniendo en forma, o simplemente prometiéndoles que los van a poner en forma, a los incautos que miran antes el precio que la formación. Y hasta hay un joven que da clases de zumba a decenas de chicas y unos pocos chicos bajo la Peineta. Y los que lanzan los guantes de boxeo contra el aire. Los que bailan. Los que patinan. Los que besan. Los guiris que toman el sol alrededor de una fiambrera. Y los que no tienen otro cobijo que el suelo frío y triste bajo un puente.
El Jardín del Turia cambió la ciudad y le dio un espacio verde que, para mí, un enamorado de la Lonja, la Catedral o el Mercado de Colón, es lo mejor de València. Y eso, en parte, también fue gracias a Ricardo Bofill, uno de esos elegidos con la fortuna de poder dejar un legado para todo el mundo.