VALÈNCIA. Si me permiten la exageración no me acuerdo si en el Sardinero jugamos bien, mal o regular. La Copa del 37 ha sido un huracán que ha arrasado con todo. También nos ha cambiado el humor, en clave granota: nos ha invitado a sonreír y a ver las cosas con optimismo. Quizás el espíritu de esta copa nos ayude en la recta final para volver a Primera. Quizás necesitábamos algo así: un catalizador para relativizar la situación deportiva, alarmante por momentos, y centrarnos en generar ilusión y hacer sentir al futbolista un nivel de exigencia máximo, superlativo. Más allá de otras cuestiones futbolísticas, tengo el pálpito de que el ascenso directo se lo llevará quien le ponga más intensidad. No quería ser soez pero tampoco ser timorato: subirá quien le eche más cojones.
Pocos episodios tan complejos y emocionantes en nuestra historia como el de la Copa del 37, con final feliz además. Muchos de los futbolistas que salten al césped para vencer al Zaragoza no serán conscientes, probablemente, de que van a vivir uno de los momentos más inolvidables de sus carreras: el reconocimiento oficial de una copa única, uno de los títulos más singulares de nuestro fútbol, que representa un orgullo incomparable para el levantinismo, que se levanta sobre el coraje y el valor de unos jugadores que lo consiguieron en un contexto terrible. Casi mejor que no se den demasiada cuenta. Ya pondremos nosotros la carne de gallina en la grada y ellos que tengan los cinco sentidos en la victoria, que será decisiva para encarar con plenas garantías las próximas semanas como lo que son, el tramo definitivo que refrendará nuestras aspiraciones: Eibar, Mirandés, Las Palmas y Alavés.
El Llevant es ahora mismo dos clubs: el que sube y seduce a una masa social más numerosa que nunca; que puede proyectar con ambición la cantera, la Fundació y todas sus secciones; que inicia un proyecto para mantener al primer equipo en la élite; que pone sobre la mesa los retos societario de la democratización y deportivo de la consolidación en Primera; que reafirma la apuesta por una gestión valenciana, sin atajos ni ansias, casi siempre contraproducentes; el que permite, con los ingresos de la élite, que cobre un impulso irrefrenable tanto la ciudad deportiva de Natzaret como la reforma final de Orriols, con la zona comercial, la piel y el museo que debe presidir la Copa España Libre. Y después está el club que no sube, el de las miradas tristes y decepcionadas en la grada. Hay que ascender y convertir en un desliz el desastre del curso pasado, hay que aprender la lección para ser una entidad más poderosa. Hay que subir para no bajar nunca más y seguir ondeando la bandera de la humildad y la constancia que nos permitió llegar al 37 y coronar con el primer título estatal de un equipo valenciano una trayetoria de casi tres décadas de sacrificios e ilusiones. La misma bandera que nos ha inyectado la audacia y el nervio para pelear durante 25 años por lo que era nuestro.
Luchemos por el ascenso como lucharon por la Copa del 37, como hemos luchado por su reconocimiento. Merece la pena. El Llevant siempre merece la pena.