VALENCIA. Mis amigos piensan que no estoy bien. Venimos todos los años a Formentera, siempre en junio, y al alba, cuando ellos aún están arrebujados en la cama, yo me calzo las zapas y salgo a correr. Elijo ese momento, nunca más tarde de las siete, generalmente un poco antes, por dos motivos. Uno, para no volver demasiado tarde y evitar así que nadie se estrese si ya se han levantado y ven que yo aún tengo que llegar y ducharme. El otro, para evitar el calor. Aquí amanece un poco antes, no abundan los árboles en según qué zonas, y el sol no ayuda en este trote matinal. Pero, en el fondo, creo que hay un tercer motivo más poderoso que los otros dos: la atmósfera que te encuentras a las seis y media de la mañana.
Formentera tiene fama de isla tranquila. Aquí no valen las prisas ni los malos humos. La mayoría de la gente suele hacer un esfuerzo por acompasar su ritmo al de la islita. Y, por lo general, predomina el buen rollo. El que llega se mimetiza y así se suma otro encanto a los que ya atesora Formentera por sus playas y sus paisajes. Pero no todo es tan idílico. Aquí llegan muchos turistas cada día y hay zonas especialmente bulliciosas. La entrada a Illetes, quizá la mejor playa de Europa, es un desafío diario.
Por eso creo que me compensa tanto el madrugón. Hoy, tras un día un poco agitado, he optado por una carrera corta. Ir al faro de la Mola, volver, una pequeña vuelta y a la piscina. A esa hora empieza a despuntar el sol. A la ida, camino del faro, el sol va subiendo poco a poco frente a mí. No hay nadie. Mis pisadas quiebran el silencio mientras alterno la vista hacia el faro y hacia el asfalto, por donde voy esquivando los caracoles que cruzan la carretera en una misión suicida. Alguna gaviota vuela sobre mi cabeza y siempre pienso que va a dejarme un desagradable regalo.
A veces, si hay suerte, te encuentras un erizo. Y siempre te cruzas con alguna lagartija autóctona. Durante cinco kilómetros solo turban mi momento de paz un par de coches, un tractor, una moto y un ciclista al que después alcanzaré de nuevo en el faro, donde hago una parada obligatoria para deleitarme con la vista impresionante que ofrece el acantilado y, al fondo, en una caída de 120 metros, el mar azul.
Siempre me llama la atención la placa que hay junto al faro dedicada a Julio Verne. Esto viene de que el escritor incluyó el punto más alto de Formentera -es decir, la Mola- en su novela ‘Héctor Servadac’ (1877). Allí recupero el aliento, miro si hay alguna pareja abrazada ante el sol y me doy media vuelta. A los lados hay campos de cultivo, alguna viña y balas de paja. Allí, como me temo que ya en todas partes, también encuentras la huella indeleble de las mascarillas. También abundan las higueras, algunas de ellas descansando su peso sobre unas estacas distribuidas bajo sus ramas. Y árboles retorcidos. Porque en Formentera muchos árboles, desconozco el motivo, tienen un tronco que compone figuras caprichosas.
Yo jamás corro con el móvil a cuestas. Salvo en Formentera. Aquí me gusta llevarlo. Primero por si me despeño por algún lado y después porque muchas veces te encuentras algo digno de ser fotografiado. Como el Molí Vell, un molino de 1778 que hay justo al lado del chalet donde acabo mi paseo al trote lanzándome a la piscina.
No hay otro lugar que me proporcione, corriendo, la paz que encuentro en los amaneceres mágicos de Formentera. Mañana cambiaré de rumbo. Espero estar más descansado para atreverme con las empinadas cuestas que me llevan, en otro viaje de ida y vuelta, hasta la cala de Es Caló des Mort, una de las más pintorescas, con sus pequeños y antiguos embarcaderos, y también codiciadas. Solo unas horas después estará a reventar de gente que disfruta de ese hermoso recoveco a unos pocos pasos del Bartolo, hoy en fase de reconstrucción después del susto de hace unas semanas -impugnado y ahora en suspenso- que borró de la isla los tradicionales kioscos. Es muy posible que me dé un chapuzón, me seque y reemprenda el camino para salvar un desnivel de 190 metros, una proeza para este corredor viejo y lleno de teclas. Allí es raro cruzarse con alguien. Solo saludan los perros de las casas que hay en mitad del campo para alertar a sus dueños de que alguien anda rondando por allí. Y a veces encuentras una furgoneta aparcada bajo un árbol donde se intuye que debe haber alguien durmiendo en el alojamiento más barato de Formentera, su vehículo.
Cada mañana es un regalo. Como Formentera, una isla que se intuye al final de su fama de paraíso plácido y sin modernidades.