VALÈNCIA. En las últimas semanas padezco una extraña adicción a las noticias relacionadas con Donald Trump. La mayoría son muy chungas, ponen en peligro la salud de la gente, la seguridad del mundo o la dignidad humana, pero, en el fondo, me producen risa. Son como una serie de comedia de las raras, de las que sus personajes son tan ridículos que, por mucho que los odies, te acaban pareciendo entrañables. Y Trump, en su catastrófica gestión de la pandemia, en su afán de echarle la culpa de sus meteduras de pata a cualquiera que pase cerca de él o en su ineptitud para la política y la vida social, termina por hacer gracia. Como dice Ricky Gervais, hay que reírse de todo, incluso de lo más detestable o triste. No soplan buenos tiempos para el humor, cuyos límites están cada vez más cuestionados, pero como terapia para olvidar el pesimismo me sirve.
Con el Valencia me pasa lo mismo. Cada día surgen noticias o tuits de las redes sociales del club que, en vez de indignarme, hasta me producen risa, esa risa tan extraña como la que transmite la serie televisiva 'Vergüenza', la que provoca la torpeza y la mezquindad. El tuit en el que agradecían a Celades los servicios prestados era una obra maestra del humor, un irónico canto a la pobreza moral, al hacer de una victoria agónica el símbolo de una gesta inusual para el Valencia de Meriton, pero no para los anteriores en este siglo. El que celebraba el gol de Kang In Lee contra el Valladolid no le iba a la zaga; hacía del tanto del coreano el epítome de la decidida apuesta por la cantera, justo cuando parece que los mayores activos de Paterna serán piezas valiosas en la cartera de ventas del lub durante el próximo mercado de fichajes. Lo mejor de estos mensajes es que están redactados en serio, que sus ideólogos se los creen, y eso destila más humor que si contuvieran un toque de ironía o sarcasmo.
Tan divertidas como los tuits de las diferentes cuentas del Valencia son las filtraciones sobre el entrenador que dirigirá el equipo hasta que choque con Lim o Murthy. Lanzan nombres como los de Bordalás o Valverde, cuando todos conocemos el final de esta historia: el próximo inquilino del banquillo de Mestalla será un entrenador de Mendes, sea una vieja gloria con ganas de reivindicarse y llenarse los bolsillos con poco esfuerzo, sea un joven con más ganas de medrar que experiencia en los banquillos. O las informaciones que hablan de una renovación en el equipo, señalando a futbolistas comprometidos con el club en su mejor etapa desde la llegada de Meriton a la propiedad, la misma que se cargaron de un plumazo en una pirueta que ni el payaso tonto del circo habría podido mejorar.
Tomártelo a risa es la mejor manera de sobrellevar el desastre en el que está sumido el club. Convertir el club de la tragedia en el club de la comedia, al menos en la imaginación. Porque no olvidemos que el Valencia Club de la Comedia (y de Fútbol) no tiene entrenador, ni director deportivo, ni director general, su dueño vive a 11.000 kilómetros de distancia, ocupado en sus negocios y aconsejado por un tipo que se lleva una tajada en cada movimiento de futbolistas o técnicos, y que ha dejado a su cargo un ejército de personajes que hacen lo que sea menester con tal de conservar la confianza en su amo y, en consecuencia, su puesto de trabajo, ya sea como comisarios políticos, gestores deportivos o propagandistas exultantes. Con tal elenco de personajes, cada día en el Valencia es una broma, un nuevo gag, ya venga representado por la hija del dueño, súbita defensora de lo que ella llama “la raza china” (sic), ya sea con un nuevo capítulo de la trama médica que no para de consumir galenos, más o menos competentes, para el primer equipo.
Sin embargo, hay una diferencia notable entre la risa que me inspiran las meteduras de pata de Trump y las cagadas corales de la propiedad valencianista. Lo de Trump puede ser reversible, si el próximo noviembre es eliminado (políticamente, por supuesto) por la voluntad democrática del pueblo americano y su legado se reduce a cuatro años de lisérgica pesadilla; lo del Valencia tiene pinta de ser una maldición larga y duradera, que nos acabará congelando la risa.