VALÈNCIA. El jueves, mientras mordía una empanadilla casera en la castiza Taberna Vasca Che, escuché a los camareros hablando con algunos clientes sobre los Juegos Olímpicos. Pero que no se hinchen los puristas, que, en realidad, de lo que hablaban era de fútbol. Olímpico, pero de fútbol. Divertido, me imaginé una conversación entre ellos dialogando sobre la potencia y la explosividad de Simone Biles, de las bolas de cañón que propulsa, 23 metros más allá, el colosal Ryan Crouser, o de si habrá alguna selección capaz de tumbar al combinado estadounidense de Kevin Durant, Damian Lillard, Jrue Holiday y compañía.
Esa charla utópica no se produjo, evidentemente, pero yo siempre confío en que la cita olímpica saque de su ensimismamiento a los miles de españoles que viven a diario abducidos por el balompié. Yo me enamoré del deporte viendo las grandes gestas olímpicas hace ya tantos años que asusta. Y siempre me pareció interesante que durante esas tres semanas nuevos temas de conversación deportiva se incorporaban a las mesas de los bares. Y se hablaba de Usain Bolt y de Michael Phelps, por descontado, pero también de ese orondo luchador armenio que sacaron en las noticias o del español que ha ganado una medalla haciendo picadillo platos de colores fosforitos.
La mayoría se olvida de todo esto en unos días, lo que tarda en llegar el primer torneo de verano, pero otros se enamoran para siempre de deportes menos conocidos y algunos niños, incluso, apagan la tele el último día viendo apagarse la llama olímpica y jurando que algún día ellos también correrán en un estadio con la camiseta de España.
Este mediodía, nuestro mediodía, se descorchan los Juegos Olímpicos. Al fin. Después de meses de incertidumbre, con miles de deportistas de todo el mundo en ascuas, y con las grandes organizaciones, como el comité organizador, el COI y patrocinadores de tanto músculo como Toyota, completamente angustiadas. Serán sin público, claro, y con severas restricciones para los deportistas y los periodistas, a los que han limitado a ir del hotel al pabellón y media vuelta. Aunque espero que el espíritu rebelde no se haya marchitado con la pandemia y podamos leer crónicas alternativas de reporteros audaces. Porque otro de los placeres olímpicos es la lectura, con lo mejor de lo mejor de cada redacción redactando bellos artículos.
Recuerdo que con la llegada de 2020, en pleno invierno, los reportajes giraban repetitivamente alrededor de un concepto: los de Tokio iban a ser los Juegos de la tecnología, pero el virus ha cambiado el escenario de forma radical y estos van a ser, pase lo que pase, los Juegos de la pandemia.
Tokio ha recibido a la familia olímpica con un estado de emergencia que le permite mantener la autoridad sobre lo que hace o no hace cada uno. Pero la población tokiota lleva meses proclamando su rechazo hacia los Juegos Olímpicos. La gente se ha pronunciado con tanta contundencia que Toyota, una de las grandes multinacionales niponas, que tenía previsto hacer una gran exhibición de vanguardismo en su ciudad, ha acabado retirando sus anuncios de las televisiones.
El COI y el comité organizador han resistido todas las embestidas. Primero, en el momento de mayor auge de la covid, optaron por la prudencia, y el 24 de marzo de 2020 se anunció que se posponía un año la competición. Luego se mantuvo la intriga durante el otoño y el invierno, pero había demasiado en juego. Contratos leoninos con los patrocinadores y el gran pastel de los derechos televisivos, que es de lo que fundamentalmente se nutre el COI, que quizá se vería abocado a la quiebra. También el sentido del honor de un país que se resiste a rendirse, aunque a lo largo de la historia ya había sucedido, como cuando tuvo que renunciar a los Juegos de 1940. Luego se desquitó en 1964. Ahí aprovechó la gran reunión deportiva del planeta para demostrarle al mundo que el país derrotado y devastado en la II Guerra Mundial volvía a ser una súper potencia. Y usó la ceremonia inaugural para hacer una declaración de paz, dándole la última antorcha a Yoshinori Sakai, un joven que había nacido el 6 de agosto de 1945, el mismo día que cayó la bomba nuclear sobre Hiroshima.
Va a ser muy triste ver las grandes gestas deportivas sin el rugido de fondo de espectadores emocionados. Pero creo que esas proezas conseguirán, o eso quiero creer, sepultar las historias sobre las burbujas, las mesas del comedor de la villa separadas por mamparas o la prohibición del alcohol. Aunque el goteo, que ya ha empezado ,de deportistas infectados por el virus puede nublar mi deseo.
Pero todos estamos hartos de la pandemia y creo que el mundo se merece una tregua -esta vez informativa- para hablar de si España alcanzará las treinta medallas, de la llegada de una leyenda como Chuso García Bragado a Sapporo para convertirse, a sus 51 años, en el primer atleta de la historia en disputar sus octavos Juegos Olímpicos, y para deleitarnos con los grandes ases del deporte, que para algo llevan cinco años preparándose para este momento.
Ya empiezan los Juegos y, en muchas casas, locos del deporte como yo trasnocharemos noche tras noche para disfrutar intensamente de diferentes modalidades. Porque no hay nada más grande y emocionante que unos Juegos Olímpicos. Y no pienso consentir que nadie me los amargue.