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análisis / la cantina

El hombre de los zapatos lustrosos

La muerte de Martín Labarta, histórico delegado de campo del Valencia Basket, ha desatado una mezcla de tristeza y admiración unánime del baloncesto español

10/04/2020 - 

VALÈNCIA. Recuerdo hace muchos, muchos años, que estaba viendo un partido del Dorna Godella con Juanma Domenech, mi mentor en el periodismo. Era una final de no sé qué torneo -revisando el palmarés creo que fue la final de la Copa de la Reina del 95- que ganó el equipo valenciano. Al acabar el partido, con las jugadoras celebrando la victoria, Juanma me clavó el codo en las costillas y me dijo al oído: “Fíjate en Miki (Vukovic); mira cómo se va de la cancha”. Ese día, mientras veía al entrenador yugoslavo abandonar el escenario en silencio, aprendí qué era la discreción en el deporte, qué era saber, en una mezcla imponente de humildad y generosidad, regalar todo el protagonismo a los deportistas. Miki se fue a un rincón, se agenció una copa de cava y encendió un cigarrillo. Y entonces simplemente sonrió.

Soy incapaz de recordar qué partido fue. Ni quiénes eran las jugadoras, aunque lo podría adivinar. Pero jamás olvidaré que uno de los artífices de un gran éxito deportivo puede renunciar al foco. Eso me marcó para toda la vida. 

Durante el siguiente cuarto de siglo no volví a ver a muchos hombres de esa extraña estirpe. Uno de ellos es Martín Labarta.

Martín ha muerto de cáncer a los 77 años y se ha ido con la admiración unánime del baloncesto español. Jugadores de diferentes épocas, entrenadores, gente de su club -el Valencia Basket, donde ejerció como delegado de campo durante 26 años- y, sobre todo, los árbitros han elogiado sin impostura las virtudes que hicieron de él un ser único. Educación exquisita, rectitud, amabilidad, generosidad, elegancia y discreción. Todas son importantes pero a mí me deslumbra, ya lo he dicho, la última -ha sido casi imposible encontrar una foto suya en la celebración por el título de Liga del Valencia Basket de Pedro Martínez-.

A él, y eso lo he sabido esta semana gracias a la generosidad de su hijo David, le gustaba la penúltima. David me escribió para agradecerme un artículo que dediqué a su padre hace unos meses, donde ensalzaba sus abundantes virtudes y explicaba que importantes jugadores y entrenadores de la ACB habían querido animarle al enterarse de su enfermedad. Su hijo me explicó que por supuesto que le había encantado que contara esas cosas bonitas de él, pero que lo que más le había gustado al delegado era que me había fijado en que siempre llevaba los zapatos lustrosos. “Mi padre se tiraba media hora frotando los zapatos con betún, cepillo y un trapo. A la antigua usanza. Como un limpiabotas. Eso le hizo especial ilusión; porque para él era importante llevar los zapatos brillantes e impolutos”, me escribió.

La anécdota habla de la importancia de una persona por los detalles, y Martín era muy detallista. Habla también de un hombre que interpreta que ir vestido de manera impecable, como él siempre iba y acentuaba con ese porte de tenor, es una manera de respetar al prójimo.

A los pocos días de publicar aquella columna, me despidieron del periódico y cuando alguien le llamó para contárselo, el bueno de Martín le soltó: “Pero no será por mi artículo, ¿verdad?”. Así era. Una persona con un cáncer que cada quince días te escribía para ver cómo ibas, que si estabas animado, que si tenías alguna oferta... Su vida se estaba apagando y él aún se preocupaba por la de los demás.

Otra cosa que he descubierto es que el gran caballero del Valencia Basket en realidad era futbolero y se aficionó al baloncesto gracias al Choleck Llíria. Martín Labarta era aficionado del equipo de su ciudad, Zaragoza, pero cuando se vino a Valencia se sacó el pase para ir a Mestalla a ver fútbol. Eran los tiempos de Kempes, Castellanos, Carrete, Botubot... Cuando Martín llegaba a la entrada, le daba cinco duros al portero y así metía al chiquillo por la cara. Luego se sentaba en su butaca de Tribuna cubierta, encendía el Farias y a ver al Valencia.

Martín era vendedor y un día, en una tienda de Sony, conoció a Alfredo Gómez. Este le contó que era seguidor del Choleck Llíria y le invitó a ir a ver un partido. El baloncesto le encandiló y cada fin de semana cogían Rosa, su mujer, y su hijo David y se iban con Alfredo y su mujer, Luisa, a verlos por toda España subidos en su Ford Granada. 

Ahí nació su admiración, y la de su vástago, por Isma Cantó, el gran entrenador valenciano. Era la época triunfal del Llíria de Palombizio, Vernon Smith, Quique Andreu o Paco Jiménez. Cantó había tomado el testigo de Edu Arnau, quien, curiosamente, se convirtió en el entrenador de David Labarta en el colegio Julio Verne. Edu, hermano del mítico Pipo Arnau, le propuso a Martín ser el delegado del juvenil del Pamesa de... Isma Cantó. Claro, no lo dudó ni un segundo. Aceptó como delegado del equipo. Dos años después, ya en el júnior, coincidieron con Paco Olmos. Y al final llegó a la ACB. 

Ahí se ganó el respeto unánime del baloncesto español, que estos días llora su muerte. Y cuidó como a sus hijos a los entonces jóvenes periodistas valencianos que viajaban, muchas veces en su Volkswagen Passat -primero uno granate y luego uno gris-, por toda España siguiendo al Pamesa, donde siempre celebró los títulos, desde la Copa del Rey del 98 hasta la Liga del 2017, al estilo de Miki Vukovic, llevando sus mocasines deslumbrantes lejos de las cámaras.

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