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El último refugio

15/01/2021 - 

VALÈNCIA. Una de las frases más populares de Groucho Marx proclama que nunca pertenecería a un club que lo admitiera como socio. Desde que los clubes de fútbol se convirtieron en sociedades anónimas deportivas, hace de esto ya casi 30 años, el concepto de socio desapareció y mutó por el de accionista, un simbólico vínculo de propiedad de la nueva sociedad marcado por la aportación económica. Sin embargo, el abonado, quien paga religiosamente todos los años por acudir al estadio a ver a su equipo, recogió también el testigo del antiguo socio aunque su única ventaja sea disfrutar de las evoluciones del equipo que ama por menos precio que si adquiriera entradas individuales cada partido.

Los clubes de fútbol son un caso peculiar en la relación con sus socios, ahora abonados o accionistas. Uno no se hace socio de un club de fútbol por las ventajas que pueda aportarle desde el punto de vista lúdico, que en realidad son nulas más allá del derecho a ver a tu equipo en directo, sino porque apoya al equipo que sostiene dicho club, algo que no sucede en otras instituciones de este tipo. Yo, por ejemplo, soy socio del Club Natació Atlètic Barceloneta, una entidad centenaria que posee un equipo de waterpolo, pero no me hice socio para ver los partidos del primer equipo, aunque tenga amistad con algunos de sus jugadores, sino para poder nadar en sus piscinas y disfrutar de sus instalaciones. Quiero que gane el equipo de waterpolo de mi club, cosa que ocurre casi siempre, pero si no existiera seguiría militando en el Barceloneta sin ningún cargo de conciencia. Por el contrario, soy accionista del Valencia CF (no soy abonado porque vivo en Barcelona), que es lo más parecido al antiguo concepto de socio en este fútbol moderno, pero no tendría sentido serlo si el equipo no existiera.

El Valencia vive tiempos convulsos, en los que el equipo y el club parecen tener objetivos diferentes. La propiedad, es decir, el tipo de Singapur que tiene miles de acciones más que yo, solo busca el enriquecimiento personal, incluso a costa de la degeneración del equipo que representa al club que regenta; el equipo, maltrecho por las arbitrarias decisiones de quienes rigen la entidad, intenta sobrevivir en primera división pese a sus enormes carencias. La piña que los futbolistas hicieron, instigados por los pesos pesados del vestuario, tras la importantísima victoria en Valladolid del domingo pasado es un ejemplo maravilloso  de cómo el equipo es el único asidero que tienen quienes siguen al club. Es el más reciente pero no el único. Hace casi dos años, con la remontada ante el Getafe en cuartos de final de aquella Copa del Rey que tanto añoramos, el equipo se rebeló contra las consignas de una propiedad a la que el título copero le parecía una minucia porque no proporcionaba rendimiento económico, sin pensar en que el prestigio en el fútbol también produce beneficios, pese a que no sean a corto plazo.

Por muchas purgas que haga Meriton en la plantilla, ese espíritu de equipo que conecta con el aficionado permanecerá. Antes eran los Parejo, Rodrigo, Garay o Coquelin los que empujaban para hacerlo realidad; ahora son los Carlos Soler, Gayá, Gabriel o Jaume. El equipo sostiene esa fe centenaria que nos inculcaron nuestros antepasados, los que nos llevaban a Mestalla a ver al Valencia y los que nos hicieron enamorarnos del Valencia con sus triunfos en el terreno de juego. El equipo es el último refugio que nos queda para soportar el desahucio que han iniciado Peter Lim y sus sicarios, porque Lim algún día se irá, probablemente dejando el club hecho unos zorros, pero quienes visten la camiseta blanca con el escudo siempre estarán ahí como lo han estado desde 1919. Y son la única razón de nuestra militancia.

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