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opinión

El Viejo Casale soy yo

24/05/2019 - 

VALÈNCIA. En junio de 1979 viajé a ver mi primera final de Copa. El Valencia había llegado a ese partido decisivo después de una increíble e inesperada remontada contra el Barcelona en octavos de final y de estar a punto de cagarla en semifinales contra el Valladolid, que entonces estaba en segunda división. Enfrente tendría al Real Madrid, que había ganado semanas antes la liga con cierta suficiencia y que era el favorito para lograr el doblete, mientras que el Valencia, para variar en aquellos años, había hecho una temporada muy discreta para acabar en séptima posición. Para colmo, la final se jugaba en Madrid, aunque en el Vicente Calderón. Allí fui con mi familia, en un viaje organizado por la empresa en la que trabajaba mi padre, en una de esas aventuras que tanto le gustaban a mi madre: mientras mi hermano, mi padre y yo íbamos al fútbol, ella y mi hermana hacían turismo por la ciudad.

De aquel partido recuerdo el enorme sufrimiento de soportar las embestidas del Madrid, el penalti fallado por Quique Wolff que habría cambiado el curso del encuentro, la grada poblada de senyeres, el olor a pólvora (en aquellos tiempos se podían disparar tracas en los campos de fútbol) y, sobre todo, los dos zarpazos de Kempes. Porque nosotros teníamos a Kempes y, por muy bueno que fuera aquel Madrid de los Santillana, Stielike o Del Bosque, Kempes era un factor decisivo para decantar ese tipo de partidos. Salimos del campo exultantes porque aquel Valencia, que parecía construido para ganarlo todo, por fin ganaba algo, y porque, a nivel personal, era la primera vez que asistía en directo a un partido que daba un título para el Valencia.

20 años más tarde, en junio de 1999, viajé a mi segunda final de Copa. Esta vez era en Sevilla y las sensaciones eran muy diferentes a las de dos décadas antes. El Valencia iba lanzado, después de haberse clasificado para la Champions y de haber pasado por encima del Real Madrid y Barcelona en su camino hacia una final en la que esperaba un Atlético de Madrid en horas bajas que, aquella temporada, ya había comenzado a coquetear con el descenso. Fui con los amigos de la Peña Gol Gran, en un viaje que conté para El País en un artículo que titulé, en un guiño a Céline, 'Viaje al fin de la noche'. Hace un par de semanas conté en esta mismas páginas virtuales parte de mi experiencia en La Cartuja, especialmente el desagradable encuentro con los el sector ultra de los Yomus, pero aquel incidente lo eclipsaron los abrazos en los que me fundí con amigos a los que vi de camino al autobús que nos devolvería a casa. Aquella copa, el primer título para varias generaciones de valencianistas, fue mágica.

20 años después, mañana mismo, volveré a Sevilla para vivir en directo mi tercera final de Copa. Si habéis llegado hasta aquí os habréis dado cuenta de que solo voy a finales coperas cada 20 años y siempre las gana el Valencia. Soy como el Viejo Casale, aquel recordado personaje del cuento de Fontanarrosa que unos jóvenes hinchas de Central creen que trae suerte a su equipo y lo secuestran para que acuda al partido decisivo de la temporada de 1971, la que culminó con la gloriosa “palomita de Poy”. A mí nadie me va a secuestrar, entre otras cosas porque yo soy el primero que quiero ir, no padezco problemas de salud y no tengo previsto morirme en el Benito Villamarín una vez acabado el partido, como le pasó al personaje del cuento. Allí estaré, pues, como talismán involuntario.

Lo que no puedo prometer es volver dentro de 20 años a una final copera. Tendré más de 70, probablemente estaré enfermo (o delicado de salud, como decía mi madre) y será difícil que acuda a Dubai, Tokio o Shanghai, lugares en los que seguramente se jugarán las finales de copa en 2039, si la cosa sigue así. Así que, entonces sí, tendrán que secuestrarme unos jóvenes para que continúe dando suerte al Valencia. La parte mala es que tendré que morirme en el estadio y eso va a ser un marrón. Sobre todo por el tema de la repatriación del cadáver y el papeleo que ello conlleva...


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