VALÈNCIA. Había pensado llamar a Vicente, el jefe, y pedirle una prórroga para enviarle el artículo a la noche, cuando hubiese acabado el desempate de la final de la Liga femenina y supiera si el Valencia Basket era o no el campeón. Pero luego estuve dándole vueltas y llegué a la conclusión de que me da igual. En realidad, por mi manera de concebir el deporte, que no es desde la militancia, como ocurre con muchos de los aficionados, el resultado final es intrascendente. Lo grande de este equipo, de este grupo de jugadoras fantásticas, no es, en mi caso, si se proclaman campeonas o no, lo realmente importante es cómo me han cogido de las solapas y han conseguido que ver sus partidos sea una de mis aficiones predilectas de esta pandemia.
Yo recuerdo el Valencia Basket por su título de la Liga ACB, claro, ni que fuera tonto, como me alegraré si el equipo de Rubén Burgos consigue lo mismo en el femenino, pero el principal poso que dejó aquella formación del gran Pedro Martínez, y que ahora se repite con esta, es la manera en que me han hecho disfrutar.
Hay un matiz que les diferencia, eso sí. Así como sentirte identificado con aquel equipo de Van Rossom, San Emeterio, Sastre, Dubljevic y compañía era algo bastante ‘mainstream’, aquí me siento un poco más bicho raro. Yo creo que hubo gente que fue el domingo a la Fonteta -al fin un partido con público- que no sabía quiénes eran muchas jugadoras y que acudieron al pabellón, y es muy lícito, a celebrar un título. Y cuando expandes tu admiración por este equipo, por su talento, por su carácter, por su manera de meter las uñas en el partido y no dejar que se escape, notas que te miran un poco como si no estuvieras bien. Y eso es algo que jamás ocurre si haces lo mismo con un equipo de fútbol.
Me alivia saber que a Nacho Rodilla -nunca me hartaré de decir que no entiendo cómo un club tan profesionalizado y que va ya tanto al detalle como el Valencia Basket no suma el currículo, el carisma y el conocimiento del edetano- también le fascina este equipo. Y cuando hablamos o nos encontramos, dos locos muy cuerdos, nos enganchamos a hablar del daño que les hace Celeste Trahan-Davis, de cómo se nos cae la baba con Raquel Carrera y nuestra admiración infinita por Cristina Ouviña, una base que siempre genera buenas opciones en ataque y que aporta mucha intensidad en defensa, una mujer que está capacitada para ser la base de la selección española en el Eurobasket que se celebrará en València dentro de un mes y, después, en los Juegos Olímpicos.
Ouviña, que fue atleta de niña, cuando prácticamente se crió con su abuela, mucho antes de que una compañera le contagiara en Polonia su fijación por los elefantes con la trompa hacia arriba, tiene treinta años y la plenitud física que permite que este proyecto se apoye sobre sus espaldas, con la ayuda de una líder y una gran competidora como Queralt Casas, mientras sigue creciendo y creciendo Raquel Carrera, 19 añitos, llamada a ser una de las deportistas españolas más importantes de su generación y muy probablemente la jugadora franquicia de este equipo. Hay más jugadoras importantes, pero creo que las españolas, y en esto llevo más de veinte años coincidiendo también con Nacho Rodilla, te dan un carácter y un compromiso diferente.
A mí me tienen ganado. Y, ya lo he dicho, escribo esto mientras las jugadoras deben estar saliendo del hotel para dirigirse al Würzburg, así que no sé cómo acabará esta historia. Pero tengo claro que esta historia, en realidad, no ha hecho más que empezar. Porque Esteban Albert tiene mucha experiencia y no va a desperdiciar este caramelo que le han dado, y también estoy convencido de que Rubén Burgos, con la ayuda del estratega Santi Pérez, es el hombre ideal para llevar las riendas de este equipo.
Aunque tampoco escondo mi devoción por Roberto Íñiguez, el entrenador del Perfumerías Avenida, el rival de esta magnífica final, y cada año, cuando le veo en otra Final Four de la Euroliga, pienso si no sería un gran entrenador para el equipo masculino. Pero voy a dejar de decir estas cosas, que cada vez me miran más raro.