VALÈNCIA. Ser del Valencia es la cualidad de lo imprevisto, la emoción de cuando todo puede pasar. Vivir en Mestalla es el rito del intento. “Esto es lo que somos”, resumió Rodrigo cuando el Valencia-Getafe estaba en las brasas. Y esto es. En la temporada maldita, en el año de la perplejidad, un equipo y una gente que, sabiendo sus limitaciones, enfrentado con sus frustraciones, decidió empujar en lugar de caer. Otra vez hasta el último instante. Hay un hilo del que tirar. Allí está. Esto es lo que somos.
La noche del 3-1, por su simbología y su cadencia, equivale a muchas victorias. Ese suspiro utópico buscando que el fútbol nos genere felicidad (normalmente genera lo contrario), hay que cobrárselos en las veladas donde lo imprevisible sucede. El foco, por contexto, ilumina al Getafe, a su práctica sistematizada de erosionar a los rivales. Pero qué más da el Getafe. El Valencia está jugando ante sí mismo. Por eso daba igual que el pase se produjera ante el Barça, la Juve o el Geta. No se trata de aumentar o rebajar el listón. El listón es el mismo: el Valencia queriendo, el Valencia sobreponiéndose.
Ya sabemos que el Valencia ha fallado estrepitosamente en la primera parte de la temporada. Sabemos que la planificación deportiva ha sido un pifostio degenerando la delantera. Sabemos que el encorsetamiento táctico ha sido un debe durante meses de competición. Pero a pesar de eso, esto.
Unos pocos aspectos claves de la responsabilidad azarosa (si Hugo Duro se hubiera apartado…) del 3-1:
Mateu Alemany: Tras el empate contra el Valladolid, Marcelino deja de ser el entrenador. Aquel día, o cualquier otro, la decisión hubiera tenido un respaldo amplio. Tendría incluso justificación: la incapacidad persistente para girar el rumbo hacia el descalabro. Alemany, para algo está, defendió la continuidad probablemente detectando que abrir la caja de Pandora en plena tormenta podría complicar las cosas. Lo que puede pasar por inmovilismo en ocasiones es una buena manera de moverse. El Valencia por supuesto que no ha solucionado sus grandes problemas, pero ha sido capaz con los mismos tipos (sin Batshuayi) de en lugar de acabar sucumbiendo, sacar la cabeza y hacer lo más difícil todavía. La frialdad necesaria.
Marcelino: Su insistencia en aplicar una solución idéntica a un problema repetido, su dudosa selección de refuerzos, pusieron en peligro todo lo demás: una capacidad inmensa de resistencia, la inteligencia de fortalecer al grupo en el peor momento. Si un entrenador luce en los momentos fulgurantes, da la impresión de que Marcelino también atesora méritos en la crisis más severa. Logró que su equipo sobreviviera y siguiera intentándolo. Puede que del 2018 salga un entrenador mucho mejor del que fue en 2017.
El equipo: Siempre tendemos, ante cualquier desastre, a aplicar la solución simple de culpar al vestuario por indolencia, gandulería o incapacidad. Bien, justo ahora que todavía el Valencia sigue entre brumas, será momento de reconocer que el grupo, además de representar bien la liturgia de su unión, ha sabido respetar a su entrenador, evitar la tentación de dejarse llevar por el descalabro. Que tras una victoria estratégica como la del martes, Gayà, Rodrigo o Jaume terminen nombrando el mérito de su entrenador no parece gratuito.
Mestalla: Nos agotamos señalando que Mestalla es el verdadero atributo diferencial de este club. Otra vez se ha visto en grueso. La madurez de esta temporada (beneficiada por el temor a volver a las andadas de los experimentos), con un estadio respaldando a pesar de tan pocas contrapartidas, la verticalidad del ánimo, dibujan una simbiosis especial. No es únicamente una relación de resultados. Es algo más.
Por todo ello es el momento de ser más serios que nunca, de persistir en la idea, de abandonar las frivolidades, de tirar de ese hilo que ofrece una nueva oportunidad. El Valencia que, bajo la mirada nueva de Soler, Kang o Ferran quiere crecer de una maldita vez.