Y quizá por eso, fuese bien o mal, empaticé con esa afición a la que, una y otra vez, desde la ignorancia más supina hasta el prejuicio más falaz, se ha maltratado con gratuidad desde las fosas sépticas del oficio que un día atendía por periodismo deportivo.
VALÈNCIA. No soy valencianista. Simpatizo con la gente de bien que hace años me demostró que, con trabajo e ilusión, se podía competir y ganar a los dos de siempre, por obra y gracia de Rafa Benítez. A uno le tiraban y le siguen tirando las rayas canallas de los colchones, por herencia y genética paterna, pero sentía admiración por tipos como Albelda, Baraja o Mista que, sin ser los mejores, ni los más técnicos, ni los que tenían más prensa, se dejaron la vida para construir una máquina de guerra que trituró a equipos más talentosos, más potentes, con más recursos y más dinero. Hombres, no nombres.
Aquel Valencia transmitía ardor guerrero, como lo transmitió después el Cholo en el Atleti. De aquel VCF se decía que jugaba feo, pegaba mucho y que aburría. Aquel Valencia, que empezó cayendo simpático y después pasó a ser antipático, porque Benítez había construido una máquina de ganar, despertó mi simpatía y mi respeto. Me lo enseñó mi hermano Vicente Ordaz, me lo inoculó el maestro Nacho Cotino, me lo amplificó el profesor Manolo Montalt y cuando me quise dar cuenta, siendo atlético confeso y orgulloso, sentí afecto por una camiseta que, sin ser rojiblanca, guarda un relato paralelo a la causa colchonera: pelear contra el poderoso, ganar a la tremenda, saber que todo suele costarte el doble que al resto.
No, el Valencia, no es el Atlético, pero sí combate, con más hombres que nombres, contra el viejo orden establecido, el de los dos poderosos. Y quizá por eso, fuese bien o mal, empaticé con esa afición a la que, una y otra vez, desde la ignorancia más supina hasta el prejuicio más falaz, se ha maltratado con gratuidad desde las fosas sépticas del oficio que un día atendía por periodismo deportivo.
Desde kilómetros de distancia pero con sobredosis de empatía, siendo del Atleti, me pongo en los zapatos del valencianista. Rumio que habrá pasado una noche dura, de no pegar ojo, después de un revés en campo del colista, perdiendo un partido que debió liquidar, por la vía rápida, en el primer tiempo. Escuché diferentes análisis, todos legítimos pero siempre al calor del resultado, bastante crudos y catastrofistas, sobre una derrota que, incluso siendo dolorosa, no puede justificar el pasar de la euforia desatada a la depresión profunda.
Perder en Gran Canaria fue un paso atrás, sí. El error de Paulista fue determinante, sí. El equipo no estuvo tan acertado, sí. Y quizá el árbitro, si es que uno quiere refugiarse exclusivamente en la labor de los colegiados, tampoco estuvo de maravilla. Pero una cosa es el dolor de la derrota, tan lógico como efímero, y otra cosa es hacer de un tropiezo un auténtico drama. Dicen que Marcelino se equivocó y con perdón, no me lo pareció. Sacó lo mejor que tenía, sabiendo que le pagan por tomar decisiones y acertada o equivocadamente, las tomó. Se iría a casa molesto por la derrota, pero ansioso de revertir la situación. Y los jugadores, que otros años ni sentían ni padecían, volvieron a casa fastidiados, no mirando para otro lado y buscando excusas baratas e historias para no dormir, como en los últimos cursos. Eso vale
más que tres puntos. Habla por sí sólo.
Quien quiera profetizar que el Valencia está en caída libre, allá con su teoría. La mía es que, siendo todo respetable y opinable, vi un equipo que, habiendo hecho méritos para ganar y viendo que iba a perder, no se resignó. Vi un grupo de futbolistas que, con nueve en el campo, se fue al área enemiga rabioso para empatar, con personalidad y arrestos. Sí, vi al Valencia caer en uno de esos campos donde no se debe perder si se quieren ganar Ligas, pero vi sangre en el ojo en los jugadores, vi rebeldía ante la derrota, vi compromiso, vi gente que se resistía a caer cuando otros años se tiraba la toalla desde el minuto uno.
Durante más años de los que a uno le gustaría recordar, el Valencia CF necesitó más hombres que nombres. Hoy los tiene. Tiene gente que va al frente, que defiende el escudo del murciélago, que respeta la camiseta y que no la pisotea. Uno no sabe en qué lugar acabará en el Valencia, ni si sufrirá el profetizado bache, ni si acabará campeón o sexto. Lo que sí sabe es que nadie dijo que esto sería fácil y que una de las leyes no escritas más universales del fútbol no miente: caemos para aprender a levantarnos. Y pase o no en Copa, pierda o gane ante el Real Madrid, conviene tener presente que el Valencia ha vuelto porque, por fin, tiene más hombres que nombres. A veces, un poco es mucho.