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La batalla del domingo

5/11/2021 - 

VALÈNCIA. Tengo guardado en el disco duro de mi ordenador un boceto de artículo que pergeñé cuando mis amigos periodistas empezaron a confirmarme que el fichaje de Bordalás por el Valencia iba en serio. Era un texto bastante delirante, en el que equiparaba mi forma de ver el fútbol con esa metáfora que empleaba Yukio Mishima cuando hablaba de Japón al evocar la esquizofrenia cultural de la espada y el crisantemo para decir que me gusta tanto la Italia de 1982 como la España de 2010, dos maneras antagónicas de ganar un Mundial. Y, tras ese eclecticismo, me declaraba poco fanático del fútbol que proponía el técnico alicantino pues lo consideraba basado en el tránsito constante por los límites del reglamento, una idea que me desagrada porque, al final, los mejores valencias que he visto en mi vida eran conjuntos rocosos y peleones, pero respetuosos con la esencia del fútbol.

No recuerdo las razones por las que nunca envié aquel artículo a la redacción de PlazaDeportiva, pero imagino que tendrían que ver con alguna fechoría de Peter Lim, alguna idiotez de Anil Murthy tras ponerse tibio de alcohol o algún despido intempestivo de los singapurenses adictos al Bar La Deportiva. Semana tras semana, el texto se quedó esperando su momento hasta que pasó de moda y permaneció almacenado en el rincón de los archivos nunca publicados.

Esta semana lo he recordado después de ver el partido contra el Villarreal y leer las declaraciones de Unai Emery tras el choque. El empresario de hostelería y escritor de libros de motivación venía a decir que el Valencia planteó un partido para que no se jugara al fútbol y eso provocó que no se jugara al fútbol. Y yo, sin que sirva de precedente, le di la razón y hasta me pareció bien que mi equipo empleara esas tácticas arteras para descentrar a un conjunto tan aseado y con tan buena prensa que hasta da un poco de repelús verlo.

Hasta el sábado, el Valencia había sido cualquier cosa menos un equipo de Bordalás. Era un conjunto blandito, al que, por ejemplo, en el Camp Nou molieron a palos Gavi y Busquets, dos adalides del fútbol de toque, o que, para contrarrestar el juego directo de Osasuna, empleó un fútbol elaborado con el que terminó goleando a los navarros. Ni en los cinco primeros partidos de Liga, cuando las voces más optimistas y los ojos más ciegos del valencianismo apuntaban a éxitos añorados, ni en los seis siguientes, en los que el pesimismo invadió a esas mismas voces y ojos y todo presagiaba un descenso inminente, vi realmente el sello de Bordalás en el Valencia.

De un equipo de Bordalás esperas que pegue más patadas que nadie, que agobie al contrario hasta sacarlo de sus casillas, que siegue los tobillos de los rivales hasta que deseen que no les pasen el balón, que simule millones de faltas, reclame cientos de tarjetas amarillas y haga que el tiempo real de juego sea tan breve como le convenga. Partidos de pocos goles, mucho balón parado, innumerables interrupciones y un ambiente general de bronca en cada lance, de conquista en cada robo de balón, de agonía en cada falta y de venganza en cada gol. Una batalla cada domingo, una guerra toda la temporada.

A ese equipo solo lo he visto esta campaña en el partido contra el Villarreal.

A mí sigue sin gustarme esa faceta macarra que lleva implícito el ser entrenado por el técnico alicantino, pero reconozco que es la única vía posible para sobrevivir en estos tiempos de dictadura meritoniana, en este agujero negro en el que se ha instalado el club y que amenaza con un big bang a corto plazo. Y, además, es una buena fórmula para ganar a equipos de potencial superior, que ahora mismo son muchos en la primera división española y, con el tiempo, serán casi todos. Vivir cada domingo como si fuera el último, como si nos jugáramos nuestra supervivencia en cada partido, es el único remedio para olvidar la realidad de un club en plena autodestrucción.

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