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opinión

La mirada de Don Ángel

28/03/2019 - 

VALÈNCIA. El acto del domingo pasado en Mestalla nos ha dejado a todos con cara de felicidad, con una sensación de resaca de alegría que perdura a través de una sonrisa perenne, como cuando estás enamorado y desearías que lo que sientes fuera eterno. Sobre todo porque fue una sorpresa extraordinaria para todos los que creíamos que no pasaría de ser un acto emotivo, con cuatro saludos y una veintena de barrigudos tristes jugando al fútbol a velocidad de crucero. Pero fue mucho más que eso. Fue una demostración pública de orgullo, un largo instante de euforia compartida por el hecho de ser de un club que forma parte de muchas vidas, a través de las alegrías y las desgracias, de los recuerdos y los olvidos. Ver sobre el césped de Mestalla a más de 150 futbolistas de todas las épocas que vistieron la camiseta del Valencia hizo que aficionados de todas las edades compartieran la emoción de comprobar que sus ídolos de niñez, adolescencia o juventud seguían allí, siendo parte de su propia familia. Que futbolistas nacidos en Cádiz, Alemania, Burgos o Brasil acudieran a la llamada de Ferran Giner para unirse a la fiesta dice mucho de la importancia que tiene el Valencia para quienes lo han conocido de cerca. Pudimos ver que Tomás ha pasado de tener cara de empleado de banca a tenerla de director de oficina bancaria, que Kily González está incluso más delgado que cuando jugaba o que a Kurt Jara se le ha quedado aspecto de empresario cervecero.

Quedan muchos recuerdos del acto del domingo en la memoria de quienes estuvieron allí, quedan muchas fotos que capturaron el instante y lo harán eterno, simbólico para los que lo vivieron de cerca. Porque las fotografías son el reducto de la memoria cuando el cerebro empieza a borrar los recuerdos. La imagen de Kempes con la bandera del club, enarbolando orgulloso una enseña que él convirtió en global antes de que existiera la globalización. La de Mañó, ayudado por Roberto Gil y Vicente Guillot, delante de la copa del 54, que ayudó a ganar en aquella España en blanco y negro. La estampa de Cañizares trocando las lágrimas de dolor de Milán por las de la emoción de vivir el centenario del club que lo hizo grande. Y, más que ninguna, la de Ángel Castellanos, entre Manolo Botubot y José Luis Manzanedo, con la mirada brillante y perdida, como si volver a Mestalla le evocara la felicidad arrinconada en alguna parte de su cabeza. 

El pasado domingo también hizo cinco años de la muerte de mi madre, que se marchó después de que el Alzheimer fuera borrando sus recuerdos y su personalidad poco a poco, durante casi un decenio, como el virus letal de un ordenador que va eliminando tus archivos ante tus impotentes ojos. Ver a la persona que nos trajo al mundo consumiéndose día a día, perdiendo su memoria y su vida, fue una dura prueba para mis hermanos y para mí. En esa lenta agonía que es el Alzheimer, sin embargo, hubo un estadio de agridulce dicha, en el que mi madre veía una y otra vez una grabación en vídeo de 'La bohème' de Puccini, como si acabara de descubrir por primera vez los desdichados amores de Roberto Mimí en el París de mediados del XIX y los maravillosos dúos líricos de los dos amantes. Cuando terminaba la ópera y se consumía la cinta, podías ponérsela otra vez, puesto que disfrutaba su ópera favorita como si la hubiera escuchado nunca. 

Viendo la mirada de Castellanos me acordé de mi madre y de 'La bohème'. Imaginé a Don Ángel delante del televisor, con su barba blanca de sabio, viendo una y otra vez la final de la Copa del Rey de 1979, emocionándose con los goles de Mario Kempes, sufriendo con el penalti que Quique Wolf estrelló en un poste, alabando la templanza de aquel Castellanos, él mismo, que, 40 años atrás, daba la “volteta” en situaciones comprometidas para dar salida al balón en mejores condiciones. Lo imaginé padeciendo por el resultado hasta el último minuto y estallando de alegría cuando Guruceta señaló el final del partido. 

Y así, una y otra vez.

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