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análisis | la cantina

La San Silvestre Vallecana me enamoró

5/01/2024 - 

VALÈNCIA. Ya habían salido dos oleadas de corredores, cuando me coloqué en la salida a la espera de que la tercera llegara por detrás desde el Bernabéu. Tiene un punto raro esto de que pastoreen a los corredores como ganado. Es lo que menos me gusta de las carreras, los corredores, tipos sobreexcitados y nerviosos que se impacientan por cada segundo que pasa, que solo piensan en ellos y que tienen un cerebro que solo manda una orden: avanza. Da igual que estén entrando al metro tres horas antes de la salida, pasando un control como invitados o corriendo desmelenados por la calle Serrano. Ellos no piensan en nadie más. Avanzar es su único cometido en la vida, y si estorbas, te apartarán de un codazo sin pestañear. Les estás impidiendo avanzar.

Por eso, sobre todo por eso, no corro carreras. No soporto a la gente histérica. Pero hacía muchos años, desde que era chiquitito y leía los periódicos que entraban en mi casa, que sentía curiosidad por la San Silvestre Vallecana y decidí que había llegado el momento de catarla. A los periodistas madrileños amigos míos se les hincha la boca cada vez que hablan de la Vallecana. “Es la mejor carrera del mundo”, dicen. Y yo pienso en silencio: menos lobos, Caperucita, que vengo de València. Pero estaba en la salida y la energía de 40.000 personas me sacudió de golpe. O a ver si lo que me sacudió fue la música que sonaba a un volumen salvaje, tan salvaje que en algunos momentos la gente tenía que taparse los oídos.

Álvaro Jiménez, un representante de atletas con pocos humos y mucha empatía, me dijo una cosa que me llamó la atención: “Vente, Fernando, que esta carrera se mira al revés que las demás. No hay que ponerse delante de la salida, sino detrás”. Y entonces me llevó detrás del arco para que viera al DJ y a los ‘speakers’ montar una fiesta. “València está muy bien, pero no montáis una así”, me soltó de sopetón Raúl Chapado, el presidente de la federación española. Yo lo miré sorprendido y volví a pensar en silencio: puede ser, pero esta carrera es el día de Nochevieja a las cinco de la tarde, con medio Madrid emborrachándose, y no un domingo cualquiera a las ocho de la mañana.

Pero no había venido a defender a València sino a correr la dichosa Vallecana, así que me fui para la salida. Estaba en una esquina de la primera fila cuando empecé a ver que se acercaba un enjambre de cámaras siguiendo a Almeida, el alcalde de Madrid, que se colocó en el centro flanqueado por una chica con gorra a la que también le hacían muchas fotos y un mago del que he olvidado el nombre por arte de magia. Los corredores, exageradamente felices, comenzaron a dar saltos, la chica de la gorra comenzó a dar saltos, el alcalde empezó a dar saltos y hasta el mago comenzó a dar saltos. Y yo, tieso como un mástil, de repente, me vi dando saltitos.

Al lado, también discreta, pero helada, estaba una mujer que me sonreía con complicidad. Una sonrisa que hablaba y que decía: ¡Qué emocionante que podamos estar aquí! La mujer escuchó sonar el ‘Viva la vida’ de Coldplay y comenzó a llorar. Era de esas emociones que entiendes al instante y que confirmó su mirada al cielo. Luego, por esas cosas mágicas que a veces tienen las redes sociales, pude saber su historia. Su marido había fallecido dos semanas antes, pero el hombre le dejó todo preparado para que ella corriera la San Silvestre. Su emoción me emocionó y entonces entendí por qué estaba ahí, en medio de esa tormenta de decibelios, al frente de un rebaño de miles de corredores tensos como soldados y con dudas sobre mi mediocre estado de forma: la emoción. A partir de una edad, escasean las emociones.

En medio de esa ensoñación comenzó una cuenta atrás y cuando me di cuenta todo el mundo corría. Los corredores me pasaban por la derecha y por la izquierda. Creo que alguno hasta me pasó por arriba. Por pasarme, me pasó hasta el Tiri, un fotógrafo magnífico que corría con una cámara en la mano, otra al hombro y una mochila voluminosa a la espalda. El chico me adelantó, recorrió cien metros y se puso a hacer fotos a la gente que venía de cara.

Lo fácil hubiera sido dejarse arrastrar, pero aquello picaba hacia arriba y uno viene de un lugar donde todos los caminos son planos. Y que el diablo sabe más por viejo que por diablo. Decidí ir tranquilo porque todo el mundo me hablaba de la cuesta interminable de Vallecas y yo quería llegar vivo a ese momento. Pero de golpe te ves caer por el tobogán de la calle Serrano junto a otros corredores felices, gente disfrazada, niños con una zancada magnífica que juegan a correr con sus padres, y todos, o casi todos, con la misma camiseta, la camiseta de la carrera, piezas para completar un puzle hermoso.

La gente se arracimaba a los lados y aplaudía con entusiasmo. Unos metros más allá, unas chicas que habían sacado un altavoz a la acera, al más puro estilo del Maratón de Nueva York, cantaban risueñas la alegre ‘Ochentera’. Era imposible no sonreír. Yo no me encontraba cómodo, pero sonreía. La gente te hacía sonreír. Porque ese, para mí, es el secreto de la San Silvestre Vallecana: la gente que anima, familias completas que aplauden, niños que te tienden la mano para chocártela. Y ahí encontré mi salvación. Me olvidé de mis carencias, de mi paso ramplón, y me dejé llevar por el público. Me puse a la izquierda, casi rozándoles, y ya no salí de ahí hasta la meta. Vi el banderón de la plaza Colón, la Puerta de Alcalá, la maldita Cibeles y por Atocha me sentí más vivo que nunca. Ya me daban igual los kilómetros, los parciales y hasta la famosa subida. Los borrachos se mezclaban con los niños. Los cubatas impedían aplaudir a los jóvenes, pero gritaban eufóricos en el último tardeo del año.

De repente se encendieron las luces y los corredores, sorprendidos, gritaron de forma espontánea. Esto no es una carrera, esto es una fiesta. Ves a un grupo de rock en una esquina, a corredores que reivindican cosas con carteles que no da tiempo a leer, una mujer mayor agita un cencerro… Es el último día del año y tengo claro que ahora, a mis 54, lo quiero vivir así. La Nochevieja siempre ha sido para aficionados.

La carrera va avanzando y de repente caes en que las luces de colores, los adornos navideños y el asfalto ‘pata negra’ han desaparecido. Ahora todo es más oscuro, pero también más castizo. Ropa tendida, comercios sin neones. Estás en Vallecas y aún atisbas a algún heavy añorando a Leño y Barón Rojo. Prepárate, va a estallar el obús. Ahí sientes lo que ellos sienten, que esa carrera es su carrera. Lo viviré también después, un rato antes de las 20.30, cuando vea a Aregawi entrar en el estadio del Rayo y el público, que ha llenado la tribuna, arma jarana para celebrar la versión internacional de la San Silvestre, la Vallecana, su carrera.

Entonces miro al frente y se me borra la sonrisa. Se tiende ante mí una calle que se empina y se pierde en el horizonte oscuro. Una subida de un kilómetro que te coloca en tu sitio. Empiezo a encontrarme caminando a los chulitos que esprintaban en Serrano. Se hace duro, pero veo que mi prudencia ha premiado a mis piernas y decido olvidarme del desnivel entregándome de nuevo a las manos de los niños que chocan divertidos las manos de los corredores jadeantes. Pero todo pasa, hasta esta subida, y antes de que te des cuenta estás en la meta. La carrera ha sido fantástica. El ambiente, alucinante. Pero, de verdad, ¿esa meta? ¿Ese triste arco es todo lo que podéis ofrecer? En València tenemos metas mucho mejores…

Es broma. La Vallecana me ha conquistado y, como me ocurre con las buenas películas, me deja un sabor muy dulce que dura varios días. Las sensaciones que he disfrutado me hacen reflexionar y llegar a una conclusión: tengo una edad en la que ya no tengo la certeza de que dentro de diez o quince años pueda correr todas las carreras que quiero conocer. Así que en los próximos dos voy a lanzarme a por ellas. La Behobia, la Noche de San Antón, quién sabe si la Roma-Ostia… Tres o cuatro. No más.

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