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Lecciones de un fin de semana sin liga

15/10/2021 - 

VALÈNCIA. Los fines de semana sin liga son como pequeñas pretemporadas, un oasis de aburrimiento en plena vorágine futbolera que alimentamos con el placebo de los partidos internacionales de selecciones. Mas los encuentros por países son una categoría menor para el aficionado, excepto si hay en disputa un Mundial o una Eurocopa, caldos de cultivo de ese nacionalismo futbolístico que reverdece cada dos años y que hace, por ejemplo, que animes y consideres como propios a jugadores a los que abucheas el resto del tiempo.

Sin embargo, la selección española ha recobrado un insólito protagonismo en una época en la cual, tradicionalmente, nadie le hace caso. España jugó la fase final de la Nations League, esa competición inventada por la UEFA para seguir haciendo (más) caja a costa de sobrecargar un calendario ya de por sí agotador y exprimir al máximo a los jugadores, y estuvo a punto de ganarla a pesar de la presión mediática que ha soportado el grupo dirigido por Luis Enrique. Los pormenores de esa extraña relación entre la prensa madridista y el seleccionador español los ha explicado Manolo Montalt en estas mismas páginas virtuales mucho mejor de lo que lo haría yo, pero creo que la apuesta del técnico asturiano merece una reflexión, por absurda que sea.

En los últimos tiempos asistimos a un debate sobre la recentralización del Estado, promovido principalmente por los partidos de derecha, que intenta borrar la diversidad de España, su riqueza cultural y lingüística, para atajar los problemas nacionalistas. Se apela desde muchos foros al modelo francés, en el que todo gira en torno a París y las regiones son meros satélites a la hora de tomar decisiones o hacer ver sus singularidades. Frente a ello, algunos presidentes autonómicos, como es el caso del valenciano, reivindican la pluralidad de un Estado en el que, se hable el idioma que se hable y se tengan las costumbres que se tengan, sus habitantes comparten un sentimiento común. En ese debate, la opción descentralizadora de Luis Enrique es un órdago al tradicional ombliguismo con el que se ha concebido la selección a lo largo de la historia, como una prolongación del Real Madrid sin extranjeros y con otra camiseta. Como señalaba Montalt, ya ocurrió algo parecido con Luis Aragonés hace ahora 14 años y los resultados están a la vista, pero la fuerza centrípeta del madridismo y sus garras es tan grande que produce monstruos. Como esos personajes, tan patrióticos ellos, que celebraron el triunfo de Francia sobre el equipo del resto de los españoles por la única razón que en el conjunto galo se alineaba un jugador del Madrid, dos exfutbolistas del equipo blanco y otro que podría serlo en el futuro si Florentino se rasca el bolsillo.

Con todos esos palos en las ruedas, España estuvo cerca de ganar el torneo. No lo hizo, en primer lugar, por la bisoñez de un grupo en crecimiento al que le falta apuntalarse en defensa y, sobre todo, espera la llegada de un goleador como Ansu Fati para convertir en victorias todo el fútbol que genera. Pero es un equipo divertido, de los que gusta ver jugar a pesar de sus carencias y sus locuras, que vio cómo se le iba su primer gran título con un gol en flagrante fuera de juego que fue validado por el VAR y el árbitro con una razón peregrina: el intento de Eric García de llegar a un balón que posibilita la habilitación de M'Bappé para conseguir el gol de la victoria. Una excusa ridícula, pergeñada por aquellos que no han jugado al fútbol en su vida pero que viven a costa de él.

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