VALÈNCIA. Hablemos de lo de Gayà. Acostumbrados al vilipendio autoimpuesto, acostumbrados a darle la vuelta y disputarnos acusaciones de trato de favor o en contra a los canteranos (en fin, lo normal en cualquier club), la confirmación de Gayà es la irrupción de una oportunidad que el club, si se decidiera a ejercer de sí mismo, debería aprovechar.
Admirados por los One Club Man desde Bilbao, Gayà es uno de esos asideros cercanos que de cuando en cuando aparecen como ocasión para agarrarse a ellos con fuerza. Hemos vivido en directo el proceso silencioso por el que un lateral con cosetes iba dando pasos hasta convertirse en esto, un lateral incontestable pero, sobre todo, en una especie de líder sobrevenido dispuesto a echarse al equipo a las espaldas.
Entre ciclos tumultuosos a veces ocurre lo imprevisto. Este tránsito, que los jugadores tibios podrían haber aprovechado para recluirse y hacerse a un lado, puede acabar sirviendo para lo contrario: el paso adelante de Gayà, pero también a un nivel inferior el de Soler y Torres, son una noticia de primer orden. Además de la calidad futbolística, se desprende lo otro: la rebeldía de querer ser importantes, un carácter solvente que se ha impuesto a los augurios negacionistas.
Gayà, ya puestos, tiene incluso el don de lo icónico. Se ha puesto a encarnar los atributos de la épica, al punto de que en este tramo el Valencia parece un equipo colgado de su espalda. Normal que acabe quebrado. Un grupo de Gayàs y Parejos (a pesar del principio de contradicción) es lo más cercano a las cartas que debe jugar el proyecto.
Sé la aversión -en algunos frentes- por situar en el centro estratégico a los canteranos, pero la dirección deportiva (o lo que sea) dispone de la enésima oportunidad para ponderar su importancia deportiva. De fondo, un mensaje transformador: la meritocracia, el espejo ante los que los intentan, la vertebración entre las comarcas, el hilo invisible que conecta sentimentalmente al club. Merece la pena volver a intentarlo.