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opinión

Los amores difíciles

28/12/2018 - 

VALÈNCIA. La grada de Mestalla ha mantenido, desde siempre, una relación turbulenta con su equipo. Capaz de amarlo como pocos, es también extremadamente cruel cuando pretende despecharlo. Como Nicholas Cage y Laura Dern en ‘Corazón salvaje’, como Farley Granger y Cathy O’Donnell en ‘Los amantes de la noche’, el Valencia y sus aficionados mantienen una relación con forma de dientes de sierra, que transmite tanta envidia cuando está en el cénit de la felicidad como rechazo cuando esta se transforma en desprecio.

Mestalla es capaz, como nadie, de llevar en volandas su equipo cuando lo necesita, de insuflarle ese aliento que reclama cuando faltan las fuerzas, de meterse debajo del larguero para defender un córner en el penúltimo partido de la liga 95-96 ante el Espanyol porque soñaba con un título que ya ni recordaba, de apretar los dientes para que Felman cazara el centro de Kempes y remontar tres goles de desventaja contra el Barça en la copa 78-79. Pero tiene la insolencia de vitorear los goles del Sporting de Gijón en Mestalla tras un chaparrón de fútbol y lluvia en la liga 83-84, o de animar a los voluntariosos chicos del Blodklubben Copenhague en una eliminatoria previa de la Recopa 79-80, solo para castigar los malos resultados de su equipo en el inicio de aquella liga. Eso sí, aunque Mestalla haya animado al rival muchas más veces de las que deseables, jamás lo ha hecho cuando enfrente estaban alguno de los equipos poderosos. Una cosa es ser vengativo con el ser querido cuando no te sientes correspondido y otra muy diferente es ser idiota.

Mestalla ama intensamente y, cuando no se ve correspondido, odia con la misma vehemencia. Recordad a Kempes, silbado el día de su debut porque el veredicto de la grada es que nos habían colocado un paquete, enaltecido por el valencianismo hasta el podio de mejor jugador del mundo, y de nuevo desdeñado cuando su estrella ya no brillaba como en los gloriosos 70. O a Castellanos, o a Fernando, o a Parejo, atrapados en una esquizofrenia que se activaba si un pase arriesgado llegaba o no a su destino. 

El domingo pasado vivimos uno de esos episodios que solo ocurren en los amores difíciles, un mediodía de pasiones incontroladas, de besos apasionados y rechazos que parecen infinitos, que terminó como esas pelis malas en las que al héroe lo salva la situación más inesperada e increíble, un “Deus ex machina” de cajón. El gol de Piccini fue el ejemplo perfecto de cómo un gesto es capaz de borrar, como una ráfaga de viento intenso, toda la frustración del amor no correspondido para lanzarse, de nuevo, a los brazos del amante.  

Por todas estas razones, al mundo exterior le cuesta horrores entender a la afición del Valencia. Por eso el valencianismo arrastra esa fama de triturador de futbolistas y entrenadores, de afición caprichosa y voluble, y periodistas y aficionados con otras banderas teorizan sobre la exigencia de Mestalla y lo complicado que resulta descifrarnos. Pero no es tan complicado. Basta con escuchar a los Madness. Ya sabéis, ‘It Must Be Love’. 

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