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opinión

Los infiltrados

29/05/2019 - 

VALÈNCIA. Había estallado la euforia, mis compañeros de localidad, a los que no conocía de nada pero les había dado más abrazos que a muchas de las chicas que me han gustado en mi vida, me aplastaban en una mezcla de sudor, alegría y tensión asexual no resuelta. Sobre el campo, Guedes estaba tumbado, después de que su batería se agotara, como la de un móvil, en el último chut desde más de 60 metros a portería vacía, Marcelino se subía encima de un Kondogbia como un niño se lanza al cuello de su padre y los más fetichistas corrían, tijeras en ristre, a llevarse un trozo de la red del Villamarín en la que no se había marcado ningún gol. Y me dio por mirar a la grada culé. Empezaba a vaciarse, con el cabreo propio de quien no quiere ver a alguien recogiendo lo que creían que era suyo.

Pasaron los minutos, siguió la locura en el césped y en la grada. En el terreno de juego, cada vez había más gente, como si los familiares de los futbolistas hubieran puesto en marcha un dispositivo de urgencia para invitar a pisar el verde a cualquier amigo o conocido presente. Empezaban los himnos, las canciones del espantoso karaoke que intentó convertir la celebración en una verbena de discomóvil, los parlamentos de Parejo y Marcelino, la patada subterránea de Gabriel a su entrenador y el momento en que Manolo Mas pensaba erigirse en el animador de la noche. Y me volvió a dar por mirar a la grada culé. Estaba vacía, excepto por un pequeño detalle. En aquella despoblada zona del estadio, había desperdigados, como cuando lanzas un puñado de arroz sobre el poyo de la cocina, unos cuantos valencianistas que habían seguido el partido infiltrados entre el barcelonismo. Saltaban como el que más, se abrazaban,y besaban y lloraban (lo supongo, porque estaban muy lejos) igual que nosotros, porque en ese instante podían hacerlo. El resto del partido, los goles de Gameiro y Rodrigo, el arreón del Barça, la lesión de Parejo, el gol de Messi, la agonía final, las ganas de matar a Guedes, no.

Como en una película de Christopher Nolan, me imaginé a mí mismo en esa grada y retrocedí a varias imágenes de mi vida reciente. A las dos veces que he visto ganar al Valencia en el Camp Nou desde que vivo en Barcelona y hube de reprimir el júbilo por los goles que marcamos y la tristeza por los que encajamos. Al día que, en Cornellá-El Prat, en un palco de empresa al que me habían invitado unos buenos amigos, un energúmeno me recriminó que hiciera un tímido gesto cuando Soldado marcó un tanto que certificaba una remontada y me dedicó un corte de mangas cuando, en la jugada siguiente, Víctor Ruiz la cagó para que empatara el Espanyol. A la noche en que al Valencia de Gary Neville, el Barça le metió siete y al comentarista deportivo ascendido a entrenador por obra y gracia de Peter Lim no se le ocurrió mejor idea que sacar al pobre Cheryshev, poco después de que este hubiera sido el causante involuntario de la eliminación del Madrid, lo que provocó que todo el estadio (menos yo) cantara con inquina “Cheryshev, te quiero”.

El montaje de Nolan me devolvió de nuevo al presente para pensar que en aquella gente. Tipos que se han hecho un millar de kilómetros (y les quedan otros 1.000 de vuelta, que serán un tormento si se pierde) en AVE, avión o coche para vivir la final de la década en la clandestinidad, infiltrados entre las tropas enemigas, que solo pueden exteriorizar su euforia cuando los demás se han marchado, que han vivido el partido escuchando insultos hacia los jugadores que veneran y que ven faltas y tarjetas donde no las hay, que han reprimido el éxtasis. Definitivamente, ellos no habían visto la final como nosotros, protegidos por la militancia común, abrazados a desconocidos que, sin embargo, esa noche son tus mejores amigos, como en una noche de borrachera simpática. El abrazo, la alegría, para un infiltrado, son gestos de debilidad e imprudencia.

La lástima es que solo los viera yo. Que nadie de los cientos de personas que había sobre el césped reparara en que, en la zona opuesta del estadio, había unos héroes que merecían, más que nosotros, tenerlos más cerca y compartir con ellos una noche inolvidable.

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