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OPINIÓN

Los juegos idiotas

28/06/2019 - 

VALÈNCIA. En los intervalos que le dejan libres los implantes de cabello a los que se está sometiendo, Anil Murthy ha emprendido una gira por estadios de todo el mundo (y de todos los deportes) con la intención de convertir Mestalla en una fiesta continua los días que haya partido, independientemente de que el Valencia gane, empate o pierda. Se trata, desde la mentalidad empresarial singapurense, de que la gente que acuda al coliseo valencianista viva una experiencia singular en su vida, que, cuando rememore su visita a Mestalla, no recuerde el resultado del encuentro, sino el sabor de la hamburguesa que se comió, el momento irrepetible en el que le plantó un beso en los morros a la parienta ante la atenta mirada de la kiss cam y la pasta que se dejó en el merchandising absurdo que se compró y que irá a parar al cajón de las cosas inservibles. 

En fin, la idea es implantar el modelo de entretenimiento que han patentado los estadounidenses en los partidos de la NBA, la NFL o la MBL y que supone una importante fuente de ingresos a los clubes. Yo mismo, hace unos años, acudí al Madison Square Garden de Nueva York a ver un partido de la NBA entre los Knicks y los Wizards, el equivalente a un Huesca-Rayo de la temporada pasada en la liga española, y salí del mítico pabellón de la plaza de Pennsylvania con la sensación de haberme dejado una leña en gilipolleces y de habérmelo pasado bomba, aunque con la certeza de que, unos días después, no me acordaría ni de qué equipo había ganado ni de qué jugadores había visto en acción.

La idea de convertir Mestalla en una fiesta interminable es muy loable. No hay que olvidar que los valencianos inventamos los fines de semana inacabables, en la época de la ruta del bakalao, e incluso vendimos el concepto tan bien que venía gente de toda España a disfrutar de aquellas noches que se mezclaban con los días, de aquellas drogas de diseño que se mezclaban con el alcohol de garrafón y de aquellas fiestas de las que luego no te acordabas de nada. El problema es que, en esta tierra de pioneros y emprendedores, está todo inventado.

Quienes llevamos décadas yendo a Mestalla, hemos visto decenas de espectáculos para entretener al público en los descansos de los partidos. De hecho, me gustaría conocer al tipo que inventa los juegos tan absurdos que, a lo largo del tiempo, han procurado que la grada se abstraiga del juego del equipo y se entregue sin reparos a las presuntas diversiones que llenan los 15 minutos en los que, en el vestuario, los equipos planifican la segunda parte del partido, de la misma manera que siempre he querido conocer al tipo que dibujaba penes en el lugar en el que había un pixelado en los antiguos hentai japoneses. En más de 40 años de fútbol en Mestalla he visto sorteos de coches, tipos gordos con chándal tirando penaltis a una portería con un plástico agujereado, tipos más gordos con el mismo chándal lanzando faltas con una barrera de monigotes, demostraciones de rodeo y hasta concursos para ver si un señor canijo metía un gol desde medio campo. Y, por supuesto, la sempiterna banda de música dando vueltas al campo a las órdenes de aquel señor del puro al que mis compañeros de localidad, en las sillas de gol sur, insultaban sin rubor por su supuesta amistad con algún directivo agradecido.

Si ya tenemos todo eso, ¿para qué queremos más? ¿Para hartarnos de hamburguesas y perritos calientes que nos pongan las manos pringosas y no podamos aplaudir los goles de Maxi Gómez, o de quien demonios venga, porque se nos quedarían pegadas hasta la visita al médico de urgencias?, ¿para imitar a Peter Griffin bailando cuando nos enfoque una cámara y que nuestros conocidos vean que, además de ir al fútbol, no tenemos dignidad?, ¿para convertir a Manolo Mas en el nuevo Joan Monleón, pero sin paella rusa?, ¿para transformar Mestalla en un triste karaoke con canciones rancias?

Al menos los descansos de los partidos, con sus juegos idiotas, son divertidos si los miras desde la distancia de quien ve a un semejante haciendo el ridículo con orgullo delante de 50.000 personas. Y son tan nuestros como la paella, la horchata o el patiment del aficionado.

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