VALÈNCIA. Hace ya unas semanas, en una de esas carambolas del Twitter, se cruzó en mil camino Quique Chust, a quien solo conocía de oídas. Entré a cotillear su perfil, vi que se presentaba como autor de ‘Americanos del Valencia Basket’ y encontré un enlacé que llamó mi atención. Pinché y se desplegó ante mí la historia de los jugadores norteamericanos que habían pasado por València.
Empecé a leer y me encontré a Howard Wood y a Ron Crevier, de una época en la que parecían estar de moda los espigados y muy rubios pívot canadienses, como Greg Wiltjer, que jugó en el Barcelona. Cuando me di cuenta, llevaba media hora leyendo la historia y descubriendo nombres que no conocía o había olvidado, como Art Housey, de quien contaba que era culturista. O Larry Spicer, que llegó a jugar en los Harlem Globetrotters. Ahora los Globetrotters son una birria, un número de circo, pero en su momento de máximo esplendor llenaban los pabellones de todo el mundo. Había un motivo, en esos años 80 en España era muy poco habitual ver un mate o un pase de espaldas. Y con eso y alguna coreografía adaptada al baloncesto hicieron fortuna.
Luego empezaron a salir algunos que ya conocía más, como Clyde Mayes, un pívot bajito con mucho instinto para el rebote. O Brad Branson, que diría que fue la primera estrella del basket que se hizo realmente popular en la ciudad. Venía del Real Madrid y eso, en un tiempo en el que el baloncesto no podía mirar al fútbol a los ojos, tuvo mucho que ver. Chust cuenta una anécdota de un día de entrenamiento en el que Branson estaba despistado. Antoni Serra le propuso un castigo muy singular: dar vueltas a la cancha mientras él siguiera metiendo tiros libres. En el momento que fallara uno, el pívot dejaba de correr. Branson aceptó encantado. Pensó que daría un par de vueltas, como mucho, y a la ducha, pero Serra no fallaba ni uno y el chico, exhausto, acabó pidiendo clemencia.
Al año siguiente llegó el californiano Johnny Rogers, uno de los más importantes que ha pasado por València. Un alero pelirrojo con un gran tiro exterior. Eran los tiempos en los que Andrés Jiménez había revolucionado el baloncesto español al comenzar a jugar como 3 midiendo 2,05, que era la estatura media de un pívot en España. Aunque Rogers, que también venía del Madrid y que se hizo famoso en la plantilla porque gastaba menos que un mechero, acabó jugando más de 4 que de 3.
Y siguieron llegando estadounidenses, como Larry Michaux, que venía de triunfar en Vitoria. O Eric Johnson, al que vi volar por encima de la defensa del Real Madrid en el primer partido al que asistí como periodista a la Fonteta después de que mi gran amigo Juanma Doménech me hiciera uno de los mejores regalos de mi vida mandándome a hacer entrevistas. Eric Johnson, en unos años, primeros de los 90, en los que no había internet ni demasiada información, tenía cierta aura de estrella simplemente por ser hermano de Vinnie Johnson, el ‘microondas’, una estrella de la NBA con los Pistons. Eric jugó con Conner Henry, mucho más fino, que era todo un estilista.
También me acuerdo de Rod Mason y su gran facilidad para anotar de tres. De hecho le entrevisté después de que le enchufara ¡diez triples! al TDK Manresa, un récord aún vigente en el club. Y Josh Grant, un jugador muy solvente que me suena que era mormón.
Fue la época de Aaron Swinson, un matador espectacular. Un chico del que me dijo una vez Miguel Maeso, conocido como el preparador físico de los campeones -aquel Pamesa, Juan Carlos Ferrero, Marat Safin, Anabel Medina…-, que era el deportista más fuerte que había visto en su vida. “Pasaba el codo por encima del aro. Y se negaba a hacer pesas con las piernas porque, con 30 años, decía que aún podía crecer más…”.
Swinson fue uno de los tres, junto a Reggie Fox y Tim Perry, que formaba parte de la plantilla de aquel primer título, la Copa del 98 en Valladolid. Y ahí ya nos acercamos a la historia más o menos reciente. Con Bernard Hopkins a la cabeza, un jugador fascinante que se volvía muy tímido en la calle, o el escultural Tanoka Beard, que jugaba con un pañuelo en la cabeza.
Si tuviera que quedarme con uno, no lo dudo ni un segundo: Bernard Hopkins, de los mejores ‘bailarines’ que han pasado por la ACB y un personaje entrañable.