VALÈNCIA. Para un seguidor del Valencia, vivir en Barcelona tiene ciertas ventajas. No padeces el día a día de un club en vías de destrucción por obra y gracia de la ineptitud manifiesta de los caciques de Meriton, no estás instalado en la montaña rusa sentimental de los que sienten pasión por el equipo, capaces de pasar del “ja tenim equip” al “mira que són roïns” en cuestión de semanas, días, horas e incluso minutos, no has de soportar las idioteces de ese tipo ególatra, prepotente, vividor y provocador que dice presidir el club, ni ves de primera mano la degradación de una institución que mengua increíblemente sin darse cuenta a cada instante, como aquel personaje de la película de ciencia-ficción de los 50.
Ser aficionado al fútbol y seguidor del Valencia en Barcelona te permite también mantener un tipo de relación especial con el nacional-barcelonismo, esa religión fundamentalista impuesta desde las altas esferas políticas, sociales, económicas y comunicativas de Catalunya que, a los que somos de equipos como el Espanyol, el Madrid, el Valencia o el Betis, nos convierte en lo más parecido a miembros de la Resistencia. La religión culé, a diferencia de cómo trata a merengues o pericos, es relativamente cordial con los que somos del Valencia, quizás porque nos considera un culto menor y porque, en los últimos años, para bien y para mal, hemos compartido demasiadas cosas. Hace unos años, cuando el Valencia se dedicó a venderle pufos al Barcelona a precio de oro, alababan esa extraña capacidad que teníamos para timarlos, con regalos envenenados como Matthieu, André Gomes o Alcácer, más tarde se compadecían de que nuestro”chino” (así lo llamaban) fuera mucho peor que el del Espanyol. En todo caso, por lo menos conmigo, hay un respeto hacia un club que siempre les puso las cosas difíciles cuando transitó por el camino correcto.
Quizás por eso, hace poco más de un año, cuando el Barcelona contrató como entrenador a Ronald Koeman, mis amigos culés, que son muchos y variados, me preguntaron por el técnico neerlandés, sabedores de que el mito del barcelonismo, el autor del gol que les dio su primera Copa de Europa, había pasado por el banquillo de Mestalla. Y yo les conté lo que sabía, que era mucho porque en aquellos años, hace ahora más de trece, yo trabajaba como corresponsal deportivo de La Vanguardia y estaba bastante bien informado de los entresijos del club. Les conté, por ejemplo, que conocía a un tipo que era cliente habitual del bar del Westin y veía, noche sí, noche también, a Koeman, Bakero y Bruins Slot acabar sus jornadas apostados en la barra, charlando, riendo y bebiendo, como si la estancia en Valencia fueran unas vacaciones con “todo incluido”. Mi conocido los llamaba “los Ronaldos”, no porque ninguno se pareciera a Coque Malla ni a los miembros de su banda, sino por asociación con el jefe de aquella panda de vividores que estuvo a punto de mandar al Valencia a segunda división con una plantilla que podía aspirar al título de liga. Les conté también que ese mito de que Koeman revitalizaba canteras era una mentira, que el técnico de Zaandam utilizaba a los futbolistas jóvenes como escudos para protegerse en caso de derrota y para castigar a los veteranos con los que no comulgaba, que en el Valencia eran la gran mayoría, y así estuvo cerca de acabar con la carrera de jugadores prometedores como Montoro o Lombán. Les conté, en fin, que su idea táctica era la improvisación continua y, sobre todo, que su carácter prepotente y su poca educación lo convertían en un pésimo gestor de grupos y esos comportamientos, alentados por la presidencia del club en aquel entonces (un patán del calibre del actual), causaron una fractura en el vestuario que fue definitiva en el futuro del Valencia.
A mí que me gusta el fútbol y estoy más cerca de Ancelotti que de Piqué, no me reconfortan las desgracias ajenas, ni siquiera cuando, 13 meses después de comenzar aquellas preguntas de mis amigos barcelonistas, el tiempo me ha dado la razón en todo lo que les contaba.