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Me estoy quitando

29/10/2021 - 

VALÈNCIA. Una de las cosas más interesantes de hacerse mayor es que te vas desenganchando de las adicciones sin demasiado esfuerzo. Y, aunque pensemos que no, adicciones tenemos muchas. Unos más que otros, pero quien más y quien menos es o ha sido adicto al tabaco, el alcohol, el sexo, el trabajo, los videojuegos o el teléfono móvil. Aunque no nos demos cuenta. El secreto está en poder controlar esos vicios o actividades, que no te arrastren.

En mi caso, como hijo de la generación que creció en plena Transición, fui adicto al tabaco, porque fumar molaba y los que fumaban eran más interesantes a los ojos de los demás, al alcohol, porque todo el mundo bebía y eso te hacía más hombre (pese a que nadie nos explicó en qué consistía ser más hombre) y, en algunas épocas de mi vida, a las drogas, porque hay que probarlo todo, al trabajo, porque tenía la sensación, como así ocurrió, de que un día se me escaparía de las manos, y hasta al sexo, que por azar o por voluntad propia se transformó en una de las piedras angulares de mi vida.

Con los años me he ido liberando de esas adicciones, de las más arraigadas y de las eventuales. No fumo, bebo solo en las comidas, no tomo drogas, trabajo lo justo y desconecto en cuanto salgo de la oficina y el sexo se ha convertido en algo secundario en mi vida. Supongo que algunos de los que me leéis pensaréis que mi vida es muy aburrida, pero a mí no me lo parece. Pese a que sigo pensando que me gusta fumar, beber, drogarme, trabajar o practicar el sexo, solo o en compañía de otras, me alegro de haberme librado de esas benditas esclavitudes.

Solo hay algo a lo que soy adicto desde pequeño de lo que no me he podido desprender. Es del fútbol, en general, y del Valencia, en particular. Me enganché a él desde pequeño, como he contado muchas veces en artículos, libros o entrevistas, llegó a convertirse en lo más importante de mi existencia, un vicio que predominaba sobre el amor, la amistad o la bondad, propició parte de mis ingresos económicos, aunque nunca más que la cultura o el sexo, me sirvió como entretenimiento en los tiempos de soledad y como excusa en las épocas de infelicidad, y me dio grandes satisfacciones, resumidas en partidos memorables, momentos de euforia compartida con amigos, conocidos y desconocidos, y viajes imposibles para ver partidos de diverso pelaje.

Cada vez veo menos fútbol, sobre todo desde que ha derivado en un espectáculo televisivo y en una perfecta metáfora del capitalismo, en el que los ricos cada vez son más ricos y los pobres, más pobres. Tengo la sensación de que el fútbol está perdiendo aquello que lo hace diferente: el hecho de ser tan imprevisible que todavía nos hace soñar con que un equipo de mierda le gane a otro repleto de estrellas millonarias, algo que no ocurre en ningún otro deporte. Y me cansa ese circo mediático que ha montado su carpa a costa de personajes tan patéticos como la mayoría de los futbolistas, entrenadores o dueños de clubes.

Sin embargo, continúo siguiendo al Valencia. No lo puedo evitar. Los partidos que disputa no entran dentro de mis prioridades vitales, pero si estoy en casa o tengo un rato libre y la posibilidad de verlos, acabo enganchado a ese equipo que cada vez me da más pena pero del que no me puedo desprender. Si no veo el partido, porque tengo cosas más importantes que hacer (esas que durante gran parte de mi vida fueron mucho menos importantes), sigo el resultado por alguna aplicación del móvil, miro quién ha marcado los goles, cómo ha transcurrido el encuentro y hasta busco un resumen para ver a mi equipo en un partido en versión reducida.

Me estoy quitando. Es difícil pero lo intento y sé que algún día lo conseguiré. Ese día dejaré de entristecerme con las derrotas y de alegrarme con las victorias, dejaré de opinar y, sin hacer ruido, desapareceré de estas páginas virtuales para siempre.

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