VALÈNCIA. Torrefiel es ahora un barrio amable donde la gente vive de manera apacible. A mí me encanta pasear por esos barrios que, aparentemente, no tienen nada, porque todos tienen algo. El martes por la noche había quedado en Torrefiel, en uno de esos bares de barrio donde siempre hay vida. El Mini Rioja, con una terraza amplia al lado de un parque, tiene un llamativo número de feligreses un martes por la noche. Sobre las mesas, patatas bravas, puntilla rebozada, bocadillos, botellines de cerveza… Y dentro, al fondo, veo en una mesa a cinco mujeres que charlan animadamente. Las observo con curiosidad mientras espero a que llegue Mónica Arnau. Mónica es la hija del archiconocido Pipo Arnau, pionero del deporte en València y propietario durante décadas de Deportes Arnau, que fue la tienda de material deportivo más conocida de la ciudad. Pero hoy no vamos a hablar de Pipo, ya está bien, aunque le sigo echando de menos. Hoy toca hablar de su exmujer, de Merche, la madre de Mónica.
Mónica y Héctor son el fruto de aquel matrimonio, y ella, que es periodista, ante mi insistencia, algo impertinente, por conocer qué secretos, qué recuerdos, habían encontrado en casa de Pipo, que murió hace algo más de un año, sacó el capote y, como los grandes maestros, me llevó hasta los medios y me soltó: “Ferches, esta vez tenemos que hablar de mi madre, que fue una pionera del baloncesto en València”. Su madre es Merche Salvador, una mujer que fue jugadora y entrenadora, y que hoy le cuesta recordar sus mejores años. Pero para eso está su hija y están algunas de las mujeres a las que entrenó en Torrefiel cuando aquello era una barriada de gente obrera, hombres que trabajaban de sol a sol por jornales miserables y mujeres que hacían milagros para llevar la casa y además aportar algo de dinero a la economía familiar limpiando casas, cosiendo o cuidando a los hijos de otros.
Aquellos padres no tenían tiempo de estar con sus hijos y muchos se perdían por el camino. La heroína entró con fuerza en los suburbios y causó estragos. Pero de vez en cuando aparecían también personas providenciales que cambiaban, para bien, la vida de algunos jóvenes. Merche llegó a Torrefiel para dar clase de educación física y, ya que estaba, creó un equipo de baloncesto que debió ser el primero, o de los primeros, en un colegio no
religioso. Merche ya había hecho lo mismo en Quartell y ahora iba a cambiar la vida de muchas niñas, algunas de ellas sentadas hoy, ya mujeres hechas y derechas, a una de las mesas del Mini Rioja, donde sacan fotos en blanco y negro y recuerdan que aquella entrenadora era “una sargento de hierro”.
Merche era una mujer de carácter que pedía compromiso y entrega a sus jugadoras. La primera criba en el colegio la hizo poniéndolas a prueba físicamente. Las más fuertes podrían jugar al baloncesto; las más débiles se quedaban fuera del equipo. Elena, que está sentada a mi izquierda, recuerda que ella fue una de las que se quedó fuera y que le dio tanta rabia que cada día iba a verlas entrenar con cara de pena pegada a la verja. Al final, harta de verla ahí cada día como si fuera un perrito hambriento, Merche le dijo que podía jugar con ellas.
Aquella entrenadora también fue una jugadora que llegó a Primera División, y la entrenadora del Bétera Samoa. Mucha gente, la mayoría de los aficionados al baloncesto, piensan que ahora está el Valencia Basket de Rubén Burgos, que antes estuvo el Ros Casares de Roberto Íñiguez o Manolo Real, y que antes, a principios de los 90, fue la época del Dorna Godella del Maestro Miki Vukovic. Y ahí, en el Dorna, creen que está la prehistoria de nuestro baloncesto femenino. Pero se equivocan. Antes que el Dorna, estuvo el Bétera Samoa, un equipo al que dio impulso Ramón Romero, un constructor -y después aspirante a la presidencia del Valencia CF- que también era propietario del Bingo Samoa y que durante dos años decidió darle vuelo a aquel equipo que surgió del Colegio Sagrado Corazón de Godella y que, como no tenía pabellón, acabó en Bétera.
Juanma Doménech, un veterano periodista que ya estaba en la profesión a los 17 años, es de los pocos que conoció aquel equipo. Juanma recuerda que ahí jugaban Amparo Berrocal y Ana Tomás. Y que las tres, Merche, Amparo y Ana, salían con tres pilares del baloncesto en València y Llíria: Pipo Arnau, Toni Ferrer y Josep Pérez. Ramón Romero, cuenta, preguntó cuál era el mejor fichaje que podía hacer, y así fue como se gestó el milagro de que Cynthia Cooper acabara en un modesto piso a las afueras de Bétera. La estadounidense ha sido una de las mejores jugadoras de baloncesto de todos los tiempos. Bicampeona de la NCAA, cuatro anillos consecutivos de la WNBA (y dos veces MVP), oro olímpico y mundial…
“Cuando Cooper llegó a Bétera y vio qué era aquello, se le cayó el alma a los pies”, rememora divertido Juanma Doménech, que también recuerda que había que estimular a la jugadora, tenerla contenta, para que no se desmoralizara y que así, un día, en un partido contra el Alcalá en la primavera de 1987, metiera 63 puntos. Aquello fue un récord en la Liga, superando la marca de 53 puntos que ostentaban las estadounidenses Kathy Boswell (temporada 84-85) y Cherryl Lynn Cook (85-86), como queda patente en un artículo firmado por José Manuel Parra en el ‘Mundo Deportivo’ bajo el titular ‘Cynthia Cooper, una cañonera de lujo en el Bétera Samoa’. Aquella era la Liga de Anna Junyer, Rosa Castillo, Pamela McGee, Marta Aragay, Wonny Geuer, Piluca Alonso o Begoña Santana, y Cooper cerró la temporada con un promedio de 36.7 puntos por partido.
Pero bebiéndome una Estrella Galicia junto a estas mujeres descubro que tuvo mucho más mérito contagiarle el baloncesto a aquellas chicas de aquel barrio obrero, que dirigir a Cynthia Cooper, con la que, por otro lado, discutía con cajas destempladas casi a diario. Elena, Juliana y su pelo azul, Isabel, que ahora arbitra, Mariví, que hace de mesa, Mariajo y María José jamás olvidarán lo que hizo Merche por ellas. “Para mí fue como una segunda madre porque, además, con ella podía hablar de las cosas que no me atrevía a hablar con mi madre”, me explica Elena y varias más dicen que para ellas también.
De repente una me pasa el móvil y veo imágenes de un partido de baloncesto en aquel mítico programa de Televisión Española que se llamaba Torneo. Son ellas, unas adolescentes que hicieron que el Torrefiel ganara aquella final por 21-10. Y recuerdan emocionadas que se ponían una braguita que escandalizaba a las monjas en los colegios donde jugaban cada fin de semana, y que eso hacía que muchos partidos se fueran mientras las llamaban “guarras” simplemente por ir con aquella ropa. Las equipaciones provenían de Deportes Arnau. Aquellas familias no podían pagar todo aquello, pero Pipo, obsequioso, se las cedía. Las jugadoras cuidaban la ropa como oro en paño, y al acabar la temporada se guardaba para la temporada siguiente. “Yo he llevado la misma equipación que mi hermana”, cuenta Mariajo, que es hermana de Juliana.
A su lado, María José Mateo hace hincapié en que gracias a Merche Salvador pudieron salir del barrio y viajar por toda España. Jamás olvidarán su primer vuelo en avión. O la primera vez que salieron al extranjero para jugar un torneo en Francia. O aquel viaje a Ibiza. ¡A Ibiza! O que Merche, que conducía, algo pocohabitual en la época, se llevaba a las que podía en el coche y el resto, con 13 o 14 años, se cogía un tren y se iba a Tarragona sin un adulto a su lado. Y gracias al baloncesto, gracias a Merche, se hicieron las mujeres que son hoy. “Todas queríamos ser como ella”, interrumpe Mariví.
Con los años, algunas encontraron también un empleo en Deportes Arnau y hoy rescatan fotos de Pipo en un grupo de Whatsapp al que han llamado ‘Arnau y los divertidos’, y bromean sobre lo guapo que era. Mónica las escucha feliz y contiene la emoción mientras recuerda que sus padres eran tan modernos que le frustraba que cuando salía por la noche casi siempre volvía a casa antes que ellos.
La camarera saca ocho chupitos de licor de arroz y estas mujeres, todas ellas amantes del deporte y del baloncesto, levantan el vasito y brindan por Merche Salvador, la entrenadora que les cambió la vida en aquel colegio modesto del barrio de Torrefiel, hoy un barrio tranquilo de gente humilde que un martes por la noche puede irse al bar, pedir una ración de bravas, una cerveza bien fría y sentarse a hablar de lo mundano. De los impuestos, de los Goya o de una mujer de carácter que hoy no les puede acompañar pero a la que siempre llevarán bien adentro.