A algunos canales de televisión les ha dado por removernos la nostalgia futbolera, ahora que no hay fútbol en vivo y en directo: da igual cuáles sean tus colores, pero a los valencianistas nos ha tocado la fibra ver a un Valencia CF de Champions, con su goleada a la poderosa Lazio de entonces; o la goleada (el famoso set) al Real Madrid, en la copa de SM el Rey. Ya me lo pregunté una vez y sigo haciéndolo cuando rememoro estas pequeñas parcelas, privadas y públicas al mismo tiempo, de alegría interna: ¿cuántos futbolistas de hoy jugarían en aquellos equipos, con jugadores que, en su buena mayoría, vinieron a coste cero o muy bajo y con una juventud bien encauzada hacia el rendimiento más que hacia el bolsillo y el márquetin? No voy a dar nombres para no dejar a algunos cuantos (a otros no) demasiado al descubierto, pero una cosa sí tengo cara: el deterioro ha sido tan grande que me da la sensación de que media un abismo entre aquello y esto de hoy. Y eso que el año pasado el equipo nos regaló dos noches de esas mágicas y las dos, curiosamente, en la copa, que no era del agrado y gusto de la propiedad: contra el Getafe y contra el Barcelona, ya en la final. Todo lo vivido en ese tramo de Meriton, e incluso mucho antes, con la entrada de Juan Soler, me trae recuerdos más negativos, noches de sombra y desvelo, salvo alguna mágica remontada en Europa y alguna pincelada aislada.
Mestalla tampoco era lo mismo: había un hervidero que hoy, en cambio, solo bulle a ratitos, cuando parece que el equipo le da algo que llevarse a la boca a la afición. Supongo que esa sangre que hierve se veía fuerte entonces, cuando su silbido o su aplauso valían para hacer cambiar las cosas, aunque a veces, como en todos los juzgados, también nos equivocamos en los veredictos. La cuestión es que mi hijo, que ha conocido principalmente este Valencia CF de los desatinos, me dice, con cierta nostalgia en su voz, que él cree que no verá nunca un equipo así, en esta tierra. La verdad es que no sé qué decirle, porque los niños suelen tener una visión más clarividente que los adultos y solo edulcoran lo que dicen y ven cuando les salpica la magia. La pregunta, entonces, es por qué mi hijo, a fecha de hoy, no ha visto esa magia en su equipo.
Ese Valencia de finales del siglo pasado y principios de este sabía lo que quería hacer en el campo y fuera de él. Había discusiones, discrepancias, malos rollos públicos y privados. A veces la afición se mostró excesivamente incendiaria, lo sabemos, pero, al final, todos y todas iban de la mano y notabas una sintonía entre el público, que veía pelear cada balón hasta la extenuación, y el equipo, que sabía del ADN de este club y se amoldaba a ello. La afición se equivocó con Cúper, lo sabemos y se hizo penitencia en su día. Hacer caso a la historia te lleva a no perder de vista a dónde quieres llegar, porque sabes de qué punto partes, cuál es tu origen y el motivo o bandera que te han llevado por el camino que has forjado con mucho sacrificio. Esto es así y esto es, sin duda, lo que puede entenderse tras esta revisión, gozosa y ocasional, de nuestros momentos más intensos como valencianistas en estos días en los que el fútbol importa poco o nada, la verdad.
La cuestión es si la propiedad estará viendo, con toda esta crisis que hay y la que se nos viene, estos partidos, porque habrá que volver algún día y este parón solo ha dado un respiro a un equipo que iba sin oxígeno a cualquier campo para que lo golearan. Sinceramente, no es reconocible mi equipo, porque no juega bien, como bloque, cuando defiende y ataca con cierta inoperancia en su capacidad resolutiva. No tiene sello propio y quizá tenga cinco cuartos puestos ganados en los próximos cinco años pero ¿y qué? Eso solo te va a garantizar que no drenes pérdidas y puedas subsistir comiendo las migas de los demás, porque sin identidad te acabas convirtiendo el bufón de los poderosos, que ven en ti el juguete roto que trata de recomponerse, sin éxito, bajo la mesa. Creo que Lim compró su propio juguete, algo viejo y cascado, sí, pero que funcionaba si se le trataba bien; y, sin embargo, ha querido remodelarlo, hacerlo (casi bíblicamente) a su imagen y semejanza, no a la imagen y semejanza de su afición ni de su emblema o escudo. La historia se borró como pilar de una identidad y se convirtió en un embellecedor de la carrocería, como si fuera solo algo estético, sin utilidad alguna y para que no se dijera que se había pisoteado una de las baldosas más queridas y sagradas de este templo. Nadie podía sentirse ofendido porque el Valencia CF de los cien años ya no era el mismo, ni lo volvería a ser, y su murciélago, igual, hasta acababa en una sopa oriental, quién sabe: la cuestión es que la grandeza de aquel equipo (de aquellos equipos) que tantas noches mágicas nos dieron se estaba evaporando, como el vaho mismo de esa misma sopa caliente. Hoy nos cae en la frente su gota, casi como si fuéramos unos caínes involuntarios tras la venta del club, directos o indirectos ejecutores, su marca de agua, su tortura lenta. Y mientras me siento así más cuenta me doy que echo de menos aquella magia y echo de más esta anodina lluvia de sinsabores a la que me he acostumbrado a fuerza de resignación y de comprensión, pues hasta me han hecho creer que no había otra opción mejor para sacar este equipo del auténtico atolladero que dio paso a la necesaria intervención de Lim, para que respirara el club. No sé si la nostalgia se convierte en tristeza cuando me da por pensar que Lim no es el problema realmente, sino que el auténtico motivo es que no hubiera alternativa mejor, porque entonces sí me doy cuenta de que estamos ante el mejor de los escenarios posibles que podría tener ante sí el club. Eso me aterra más que la gestión que nos ha llevado a perder la magia y la identidad que tanto costó forjar. Me siento, de nuevo, a ver otro partido de esos que me hacen aún vibrar y me pregunto, como mi hijo, si volveré a ver un Valencia CF así, pero tengo la sensación de que ya está escrita la respuesta.