VALÈNCIA. Hace muchos años, Pau Gasol vino a València a dar un clínic. El catalán entró en la Fonteta, los niños abrieron la boca y ya no volvieron a cerrarla hasta que salió por el túnel de vestuarios. Ese día acudí a cubrir el acto con un par de camisetas y la súplica de varios compañeros para que regresara al periódico con las prendas firmadas y algún autógrafo más, misión que cumplí gracias a la ayuda de Alfonso Castilla, el delegado inoxidable del Valencia Basket. Esa tarde, Pau cogió un balón y comenzó a explicarle a los chavales que un mate no es tan importante. Que un mate, para alguien como él, de 2,16, en realidad era algo muy sencillo. Y para demostrarlo, estiró el brazo con la pelota, se dio un mínimo impulso sin carrerilla y la metió hacia abajo. Entonces pasó a contarles que era mucho mejor trabajar la técnica individual, los fundamentos, y aprender, por ejemplo, a jugar de espaldas al aro.
Pau nunca dejó de aprender, de mejorar. Cada año adaptaba su cuerpo y su estilo de juego a sus circunstancias. Los primeros años se tuvo que ensanchar porque con el cuerpo de alambre que llegó hasta Memphis le hubieran acabado partiendo en dos y jamás se hubiera podido enfrentar a los grandes postes de la NBA. Pero eso no se consigue con un hechizo sino pasándose un verano moviendo hierro. No tardó en entender que para eso, para mejorar su cuerpo y para cuidarlo, lo mejor era hacer una inversión y contratar a un preparador físico y a un fisioterapeuta. Con ellos logró también proclamarse campeón de la Liga ACB con 40 años vistiendo la misma camiseta con la que ya fue campeón con 20. Un éxito que alcanzó después de que los médicos le alertaran del peligro que corría, que podría, incluso, condicionarle su vida ordinaria el resto de sus días. Pero se puso a trabajar, una vez más, y salió airoso.
Pero también fue evolucionando como jugador. El chaval ágil que volaba por encima de los demás fue derivando en alguien más granítico y después en otro que salía a la línea de tres a tirar con muy buena efectividad. Y así fuimos viendo todas sus versiones. Desde el tirillas que fue suplente con los Júniors de Oro y que maravilló en la Copa del Rey y en la ACB, al melenudo que ganó un par de anillos de la NBA, o el veterano de melena recortada que alargó su carrera hasta completar diecinueve temporadas en la mejor liga del mundo.
Me llamó la atención que el martes, en esa rueda de prensa que dio en el Liceu, pegado a esa Rambla infestada de turistas, muy cerca de la planta baja donde Jordi Roca, uno de los magos del laureado Celler de Can Roca, vende polos a seis euros, allí, digo, apareció un Pau Gasol que, sorprendentemente, llevaba el corte de pelo del chaval que se encasquetó una gorra roja nada más salir elegido el número 3 del draft de 2001. El pelito recortado del tirillas que acabaría cambiando la historia del deporte español, el ala-pívot que guió a España al título Mundial en Saitama sin jugar la final, el líder que convenció al equipo de que podían tutear a Estados Unidos, lo que propició el mejor partido que he visto, y creo que veré, de la selección española en aquella emocionante y despampanante final de los Juegos de Pekín, en 2008. O la de cuatro años después, en Londres, donde acabó derrotado y cabizbajo en el banquillo hasta que vio que tenía ante sí a la selección de Estados Unidos en fila, con Coach K al frente pero seguido de Harden, Kevin Durant, LeBron James, Westbrook -quien desveló el martes que su ídolo siempre había sido Pau Gasol- y, por supuesto, Kobe Bryant. Un día que me cayeron lágrimas de emoción al ver semejante muestra de respeto por un deportista español.
Ya hacía tiempo que Pau formaba parte de ese grupo, del Olimpo del baloncesto, pero ese gesto fue realmente emocionante. A pesar de gozar de dicho estatus, Pau Gasol nunca dio la espalda a su selección y dedicó quince de esos diecinueve veranos al equipo nacional. En otros dos no jugó pero estuvo como comentarista de televisión para estar cerca de La Familia. Tan cerca que pasaba las noches en las habitaciones de los compañeros jugando a la pocha o lo que hiciera aquella generación prodigiosa mientras Mario Pesquera se tiraba de los pelos.
Ahí se convirtió en el líder de un equipo que fue sumando una medalla tras otra. Una selección que cada verano subía a un podio. Y siempre con una formación que iba detrás de su guía, Pau Gasol. Un tipo educado, poco dado a las excentricidades y muy humilde. Un jugador con un apetito voraz que le llevó hasta aquella exhibición demoledora del Eurobasket de 2015, ante Francia y 27.000 franceses, en la que se coronó con 40 puntos, 11 rebotes y 52 de valoración.
Creo también que Pau es el culpable de que, tras él, Marc Gasol llegara a convertirse en el mejor pívot de la NBA y que pudiera ganar también un anillo. Y así, separados pero juntos, protagonizaron ese salto para la historia en el inicio de aquel All-Star de 2015.
Mientras seguía creciendo el contador de puntos, rebotes, asistencias y tapones -también el de sus ingresos por su salario, superando los 200 millones de dólares-, Pau seguía imperturbable, sin perder el Norte, alimentando su Fundación y sus diferentes obras sociales, o arreglando las canastas de Sant Boi, donde se crió, en un gesto de gratitud que dice mucho de él.
Es también un embajador de España impagable. El otro día me puse el discurso que dio en Buenos Aires defendiendo la propuesta de la candidatura de Madrid 2020 y, como siempre, fue impecable. Estuvo simpático, hablaba mirando a todos los ángulos para alcanzar a toda la concurrencia y cuando quería mandar un mensaje importante clavaba los ojos en la cámara que tenía ante él. Todo eso, por descontado, bien vestido y en un inglés perfecto. Como el día de su despedida en el Liceu, donde dio una lección magistral de clase y elegancia desde el primer minuto hasta el último, quizá como la última demostración de que está más que preparado para hacer carrera también como ejecutivo del deporte, ya sea en el COE, en el COI o donde él quiera.
Su legado es inmenso. Miles de niños juegan al baloncesto gracias a él. En España y fuera de España. Y miles de españoles se sienten orgullosos de ser su compatriota porque, como líder que es, hace que sea un honor sentirse parte de su equipo. Y da igual que sea con unos niños casi imberbes en Lisboa, de azulgrana mordiendo los aros, conquistando el lejano Oeste mientras Andrés Montes nos cantaba sus canastas o en sus dorados veranos con la selección. Pau es patrimonio de este país y debemos estar muy agradecidos.