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Pilar Méndez Jiménez surca 'Los mares de canela'

25/08/2020 - 

VALÈNCIA. Probablemente el mayor acto de libertad que existe sea escoger un libro, abrirlo y comenzar a leerlo. La lectura nos cambia la vida y, sin duda, la modifica para siempre. La fascinación por los libros es, como diría Günter Grass, cuento viejo, pero no por eso deja de ser necesario reivindicarlo en un mundo que, en lugar de combinar las letras con las imágenes, parece haber elegido hacerse ágrafo. El primer libro de la diplomática Pilar Méndez Jiménez (Madrid, 1973), una novela histórica titulada Los mares de la canela (La Esfera de los libros), que relata historias paralelas en lugares dispares –Galicia, China y Filipinas– durante la segunda mitad del siglo XIX, contiene, inserta dentro de sus dos tramas, donde se combina una narración sentimental con una fábula histórica y una reivindicación de la libertad de los individuos para encontrar su destino, un homenaje a la capacidad transformadora de los libros.

La voz que cuenta sus historias –una narradora femenina que se dedica al curanderismo en la Galicia decimonónica– es una lectora voraz que obtiene muchas de sus recetas (milagrosas) de los antiguos volúmenes de herboristería que le suministra un monje junto, entre otros,  con la edición confidencial del Informe sobre el Estado de las islas Filipinas, de un monasterio con el que traba amistad.

Este viejo libro, lleno de mapas, es la génesis de la fascinación por las “más lejanas posesiones de España”. “Yo entonces no alcanzaba a comprender todas las cosas que mi monje contaba, pero me dejaba contagiar por su pasión” –relata Aureana, la narradora del cuento– , que prosigue: “Pasó con deleite, una tras otra, las hojas de aquel inmenso libro que parecía abrir las puertas de unos mundos muy lejanos y distintos (…) En aquellas historias, yo imaginaba otros mundos, otras vidas”.

Es la lectura la que cambia la vida de los personajes de esta novela. Primero en el plano psicológico y, más tarde, en el real. Los libros despiertan la imaginación de los seres de ficción creados por Méndez Jiménez, les permiten vislumbrar que existen otras vidas distintas a las que por destino les corresponderían y, de esta forma, terminan transformando sus aspiraciones personales, ayudándoles a construirse a sí mismos. Este elogio del poder de la lectura, sin embargo, no está ausente de peligros, dado que hasta mediados del siglo XIX los tribunales de la Inquisición prohibían en España determinados libros, motivo por el que fueron encausadas la madre y la abuela de la narradora de la novela, que se define como heredera de ambas, esto es, una lectora compulsiva. Una mujer libre de espíritu.

La lectura, en este caso de los sentimentales libros románticos, es también el elemento que define la personalidad de Romana, segunda hija de una familia de propietarios rurales, los Novoa, y víctima de la fascinación hedónica de la lectura. Movida por el idealismo de quien quiere emular lo que previamente ha leído, Romana se ve envuelta en una trágica historia.

En todos los casos, las mujeres que protagonizan Los mares de la canela encuentran en los libros la chispa necesaria para darse cuenta que, pese a las imposiciones sociales, religiosas e ideológicas, pueden –y deben– decidir su propio destino. Este secreto se transmitirá, de generación en generación, y de una parte del mundo a su confín, entre los personajes de la novela, que crean una red secreta de solidaridad –entre desconocidos– que se reconocen semejantes porque los libros les han indicado a todos cuál es el camino de su libertad, como demuestra otro de los personajes de la narración, Leona Florentino, escritora filipina, capaz de expresarse en ilocano –el idioma de Filipinas– y en español. La reivindicación de Méndez Jiménez sobre la tracendencia de leer incluye también a Emilia Pardo Bazán, novelista gallega y una de las primeras intelectuales españolas que, en su tiempo, reclamó en sus libros y artículos el derecho de las mujeres a formarse (a través de la lectura) como medio para poder emanciparse del rol secundario y servil que la España de entonces, donde la religión todavía condicionaba la moral y la vida de la gente, tenía establecido de antemano para ellas.

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