VALÈNCIA. Se está convirtiendo en costumbre incluir un parón liguero en el mes de enero para darle importancia a la copa o a los inventos del jeque Rubiales, como esa Supercopa que ha logrado, por arte de magia y la intervención de Díaz Ayuso, liberar a las mujeres saudíes del yugo machista que les imponía una sociedad en la que ha habido un antes y un después de la patada por detrás de Fede Valverde a Álvaro Morata. Enero se ha transformado en un mes aburrido para los que nos gusta el fútbol. Menos mal que nos queda el consuelo del fútbol americano, un deporte que los europeos vemos tan incomprensible como los estadounidenses el que ellos llaman “soccer”. Enero es el mes crucial en la NFL, la Liga Nacional de Fútbol Americano, ya que, en su trascurso, se juegan las eliminatorias que dilucidarán qué dos equipos se enfrentarán, el primer domingo de febrero, en la Superbowl, el mayor acontecimiento deportivo anual en los Estados Unidos.
Uno de los cuatro equipos que todavía optan a jugar el partido más importante del año es Green Bay Packers, un club interesante por su modelo de gestión. Los Packers (“empaquetadores” en castellano, debido a que el club se fundó hace cien años gracias a la ayuda de una empresa de empaquetado) son el orgullo de una pequeña y gélida ciudad de Wisconsin en la que viven poco más de cien mil personas y en la que idearon un sistema para que el equipo deportivo que ha hecho famosa a la bahía verde en el mundo entero no cayera en manos de un Peter Lim cualquiera. Establecieron una sociedad pública a la que tuviera acceso cualquier aficionado como accionista y se aseguraron, en sus estatutos, que nadie pudiera poseer más del cuatro por ciento de la propiedad del club. Para evitar tentaciones, los Packers se constituyeron como sociedad sin ánimo de lucro, lo que significa que no reparte beneficios entre los más de 350.000 accionistas que tiene y todas las ganancias que genera revierten en el propio club y, a través de una fundación, en la propia comunidad de Green Bay.
El modelo Green Bay es, salvando las distancias, muy parecido al que consolidó el Eibar cuando ascendió a primera división, en 2014, y fue obligado a una ampliación de capital para asegurar su plaza deportiva en la máxima categoría nacional. En el club guipuzcoano, la propiedad compartida es uno de los valores fundamentales (aquí el límite de acciones acumuladas no puede superar el cinco por ciento) junto con el arraigo del club a su tierra y una política de déficit y deuda cero.
Una estructura similar es la que imaginó Arturo Tuzón cuando, en 1992, la Ley del Deporte obligó al Valencia a transformarse en sociedad anónima deportiva, a pesar de ser un club saneado económicamente, no como otras entidades que quedaron exentas de dicha transformación. Tuzón pensó que un reparto amplio de las acciones entre los socios garantizaría la propiedad del club en manos de los valencianos, pero no incluyó en sus estatutos ninguna cláusula que impidiera la concentración de acciones. Solo cinco años después, Paco Roig se dedicó a comprar títulos a los pequeños accionistas para acumular un poder que, Juan Soler mediante, ha acabado por dejar el Valencia en poder de un señor de Singapur al que el fútbol le interesa lo mismo que a mí la Supercopa de Rubiales.
Se podría aducir que el modelo de los Packers o del Eibar sirve para clubes radicados en ciudades pequeñas y equipos sin más ambición que la de conservar unos valores deportivos y sociales que los hacen diferentes por el hecho de ser de ámbito local. Pero, en ambos casos, el número de accionistas supera el triple del número de habitantes de la ciudad que los alberga, lo cual significa que el proyecto tiene una dimensión más global de lo que se puede suponer, y en el caso de Green Bay estamos hablando del equipo con mayor número de títulos en la historia del fútbol americano, de un club con presencia continua en los play offs y de la franquicia más antigua de la NFL.