Pero el chico, llamado Santi Mina, pelea como nadie para abrirse un hueco en este equipo. Pelea en un grupo donde pocos quieren estar, muchos se borran y otros nunca aterrizaron. Es lo más atrayente de Mina...
VALENCIA. En un mundo enfrascado en la invención de un nuevo relato —debí perderme esa etapa de la vida en la cual los árbitros respetaban al Valencia—, pasando desapercibido, encuentras a un pequeño gallego, salvaje en las formas, que parece ser el único capaz de crecer en un mundo en derrumbe.
No tiene halagadores, ni los tendrá nunca, porque vive en la era donde se valora más la apariencia, meter un regate filigranero e inservible y no durar más de cinco minutos en el campo, que lo verdaderamente importante. Pero el chico, llamado Santi Mina, pelea como nadie para abrirse un hueco en este equipo. Pelea en un grupo donde pocos quieren estar, muchos se borran y otros nunca aterrizaron. Es lo más atrayente de Mina.
Observar esa energía desbordante, una alegría contagiosa, esas ansias por llegar a todas partes, un torrente sin control, queriendo cuando nadie quiere, me complace. Tal vez sea una exageración y destaque por vivir rodeado de zombis, pero lo tiene todo, para mínimo, ser el número doce en un buen grupo. Convertirse, si no deriva en fenómeno, en esa clase de jugador complemento tan preciado y necesario.
El camino escogido dependerá de cómo aprenda a controlar su fuerza. Porque Mina corre mucho, pero no siempre corre bien. Está en todas, pero en ocasiones está mal. Es por eso que acaba con rampas los encuentros, fundido como una vela o delirando como un globo deshinchado. En dichas situaciones, uno nunca sabe adivinar si está muerto o es que se volvió loco.
Queda la esperanza que un día tope con un entrenador de verdad, de esos que pierden cinco minutos en muchachos como él, dejándonos a Mina en un plano superior. Al bouet, lo que mejor le vendría, es una dinámica ganadora porque ya sabemos que en este tránsito, donde muchos se hundieron, él creció. Mientras a otros se les acusaba de ser jóvenes, éste maduró. Lo hizo siempre, a pesar de las adversidades.
En un instante tan delicado, en el cual todo chaval se ve forzarlo a abandonar su zona de confort para aterrizar en un Vietnam, reaccionó a tiempo, sin ayuda del club, reordenando su vida, perdiendo peso, y rindiendo a partir de diciembre de 2015.
Se trata de la etapa más negra en su estancia valenciana, de vivencia en una casa con cajas de pizza apiladas, soledad lapidaria y desorden sentimental, corregida gracias a una familia veloz en detectar el problema y ponerle solución. Pero ni así la fortuna le dejó brillar con regularidad. La cobardía de entrenadores que no se atrevían a sentar a fondones de carácter explosivo le orilló en su mejor momento. Luego vino un castigo excesivo por un error propio de la bisoñez tras iniciar la temporada siendo el mejor del equipo. Y ahora, regresando del ostracismo al nivel en que lo había dejado, se lesiona para un mes por esa fogosidad tan suya de querer ir a todas sin medir las consecuencias. Sea como sea, cuando mejor rinde, le acaba ocurriendo algo.
Pero da igual, Mina me supone una gota de positivismo en un once de depresión. Una pincelada de color en un mundo gobernado por el gris. Incluso con su punto divertido, de tan desgarbado recuerda a un potrillo recién nacido, luchando por coordinar sus movimientos. Porque en estampida, Mina, deja su tren inferior en un lado, y sus extremidades superiores en otro, como queriendo desmontarse para llegar a dos sitios a la vez.
Puede que sea eso lo que me atraiga de él, éso y un juego de tal impacto que no satura a sus rivales rompiéndoles la cintura, sino culminándolos por infarto. Necesitando el doble que otros para que se le reconozca la mitad.
Aunque más que triunfos deportivos y derrocamientos imposibles, lo que deja Santi Mina son valores que encarnan muy bien con esta camiseta: Competitividad extrema, superación, ilusión por estar y derroche en el campo. Fuimos a perderlos cuando más los necesitamos.