VALÈNCIA. No quisiera pecar de un optimismo vertiginoso porque el Valencia sigue estando en uña manos que comprometen seriamente su supervivencia pero… lo ocurrido en la última semana me resulta esperanzador. La avalancha humana que tomó los aledaños de Mestalla el sábado pasado reclamando dignidad, la unánime protesta en el minuto 19 en el encuentro ante el Elche y algún que otro detalle de la vergonzante Junta de Accionistas del pasado jueves, supone un giro de tuerca hacia el abandono definitivo de la resignación en la que se había instalado el valencianismo.
Las movilizaciones callejeras, con el fútbol como trasfondo, no suelen ser muy numerosas salvo que de celebrar un título se trate y, sin embargo, la del sábado pasado en Valencia no sólo fue multitudinaria sino que, además, escenificó la consolidación de un frente común ante una tiranía que, como todas las tiranías, se endurece conforme se va acercando a su fin. Nada une más que un enemigo común y, aunque hemos tardado bastante, la gran mayoría del valencianismo ha identificado al enemigo poniéndole nombre y apellidos. Salvo el pequeño Presidente de la pequeña asociación del pequeño accionista y algún advenedizo más que conforman una suerte de corte colaboracionista a imagen y semejanza de aquellos “King’s Friends” que abrazaban al Rey Jorge III contra los colonos que luchaban por la independencia de EEUU, todos tenemos claro que el enemigo del Valencia CF se llama Peter Lim y , por delegación, el indigno presidente que tiene instalado en Valencia ejerciendo un Virreinato de opereta. Pero la matrícula está tomada y, aunque persistan en la demolición del Club, el cerco social está establecido y su ataque constante a la fibra sensible valencianista no hace sino endurecer la piel y juntar las filas.
Toca perseverar en la protesta y toca acabar de consolidar ese ‘minuto 19’. Porque esa magnífica idea de Libertad VCF es la expresión gráfica del rechazo y la deslegitimación moral de quien se sienta en el palco, de sus acólitos vividores y de su amo. Por una parte, Murthy y su séquito lo padecen ‘en directo’ en cada partido y , por otra, aunque el presidente de La Liga obligue a la televisión oficial a que ‘mire hacia otro lado’ cuando Mestalla se convierte en un mar amarillo de carteles contra Lim, no va a poder confiscar las decenas de miles de teléfonos móviles que, domingo tras domingo, inmortalizan la revuelta y la viralizan en las redes sociales. En cuanto más imágenes sean compartidas y más medios internacionales sean etiquetados, más permeable será el amo a un clamor que, por bien del Valencia CF, no debe cejar.
El indigno presidente justificó la manifestación de mayo achacándola al enfado por los malos resultados del equipo y el jueves, en la Junta General, alguien le escribió que la protesta está en el ADN del aficionado valencianista. Seguramente quien se lo escribió no le dijo -no debe atreverse a hacerlo- que el valencianismo, como cualquier grupo adscrito a un sentimiento de pertenencia profundo y generacionalmente transmisible, lo que hace siempre -por instinto- es unirse y protegerse contra el agresor externo. Y que él, aunque maneje circunstancialmente los resortes de la entidad, representa el papel de agresor externo. Ni es valencianista, ni alberga ningún sentimiento por el Valencia CF que vaya más allá del importante salario que percibe y de la vida que se pega en la mejor ciudad del mundo a costa de una institución que, por mucho que lo intente, no va a poder destruir.
Para cualquiera de los presidentes que han pasado por el Valencia, con independencia de su eficacia, ha sido un orgullo representar al Club en cualquier lugar y, sin embargo, él tiene que reducir una Junta General a la mínima expresión, amenazar con su ejército de abogados caros a quien ose divulgar información sobre la Junta y entrar por la puerta de atrás envuelto en sombras. Se ríe porque le adorna la dantesca prepotencia del tirano de tercera división y desafía con sus risotadas a los accionistas desde su cómodo estrado mientras ellos defienden la entidad durante cinco horas sentados la incómoda silla plegable que les ha preparado con la intención de empequeñecerlos. Pero eso no hace sino acentuar su patética soledad. El pequeño… es él.