Hoy es 7 de octubre
VALÈNCIA. Hace muchísimos años que leí un libro donde Ángel Cappa y Jorge Valdano debatían arduamente sobre si el fútbol comienza en la cabeza o en los pies. Uno sostenía que sin talento no se puede hacer nada. El otro, que todo está en la mente. Viendo anoche el partido del Valencia CF, o mejor dicho, la lección de supervivencia del equipo ché en el Johan Cruyff Arena, volvió a asaltarme esa duda y decidí volver a posicionarme del lado de la cabeza. Entiendo que haya gente que crea, a pies juntillas, que el fútbol empieza en los pies, en el talento y en la calidad. Que me perdonen, pero sigo creyendo lo contrario. Y viendo el ejercicio de resistencia y resistencia de este Valencia CF, aún más. Siempre creeré, por noches como esta, que el fútbol empieza, nace y se desarrolla en la cabeza. Si hay intensidad, entrega, deseo, hambre y actitud, eso marca la diferencia. Discúlpenme los que sean puristas del juego, los amantes de la táctica y los estetas de este deporte, pero la actitud siempre va antes de cualquier cosa. En el fútbol y en la vida.
En los pies del Valencia hubo un gol, sí, pero el pase se cimentó en la cabeza de unos jugadores que negaron la derrota, que creyeron en sí mismos, que dieron un paso adelante cuando el contexto – seis lesionados y otro durante el partido- no invitaba más que a dejarse llevar y que no agacharon la cabeza más que para besar el escudo. La noche fue un canto al simbolismo. Chicos de la casa entregándolo todo por un sueño, veteranos poniendo la pierna estando cojos, recién llegados que morían en cada pelota dividida y todo un equipo, en toda la extensión de esa palabra, empujando contra un destino que parecía escrito y desprendía aroma a fatalidad. Si todo parecía estar escrito y el guión de la noche apuntaba a otra oportunidad perdida, el Valencia CF se agarró, como un náufrago a un madero, a su carácter. Sufrió, padeció, exploró sus límites, apretó los dientes y aunque sangró en el combate, salió de la trinchera. De pie. Ileso. Todo cuello, todo orgullo. Suficiente para enorgullecer al único patrimonio del Valencia que no tiene precio, porque no se puede comprar con dinero: su afición. Merecían una alegría así.
Como la pasión de la noche y su final feliz también deja un resquicio para la reflexión, conviene hacer la pregunta del millón: ¿Es compatible decir que la propiedad tomó una decisión disparatada prescindiendo de Mateu y Marcelino con alabar el trabajo de Celades y el compromiso, a prueba de bombas, del vestuario? Naturalmente. Y además, es un ejercicio de franqueza. Uno tan higiénico como necesario. Del señor entrenador que había diré lo que pienso, que no merecía ni ese despido, ni esas formas, que dejó una gran herencia, formó un grupo unido y recogió un moribundo para devolver un campeón. Del señor que era el director general, diré lo que pienso, que tampoco merecía esa salida, ni esa frialdad, habiendo devuelto la coherencia, el sentido común y la credibilidad a los despachos. Del señor que ahora mismo ocupa el puesto de entrenador, diré que ha resuelto una papeleta complicadísima, que está haciendo un trabajo más que decente, que se está destapando como hombre de club y que tiene todo el derecho del mundo a sentirse culpable y parte del pase a octavos. De los señores que conforman ese vestuario diré lo que pienso, que si hace unos años muchos creíamos que no era nada bueno darles el poder del club, ahora no paran de demostrar no sólo que son maduros, sino que siguen dando lecciones de cómo competir sin excusas, desde la unión y el compromiso, dando lecciones de coraje y carácter. Este equipo sostiene el club. Y aunque uno no es valencianista de cuna, sólo puede sentir un respeto reverencial por los tipos que se ponen esa camiseta para honrar el escudo del murciélago. Parece poco, pero eso es mucho.