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/ OPINIÓN

Una historia de tolerancia

24/05/2023 - 

VALÈNCIA. El racismo es un problema de la sociedad. Se debe erradicar desde la educación, se tiene que legislar con dureza, se debe afrontar en la calle y merece una condena enérgica, sin peros. Se trata de una lacra social y de un partido que está por ganar. Los racistas no caben en la sociedad. Sin excepción. España no es un país racista, pero sí se suceden, con más frecuencia de la deseada, episodios racistas en nuestro país. No son cuatro desalmados. Son algunos más. Es un problema profundo que necesita ser atajado desde la educación y la contundencia del peso de la ley. El fútbol es un reflejo de la sociedad. Y por tanto, el racismo también mancha la pelota. Del estadio pasa a la calle y viceversa. Hay que echar a los racistas de los estadios. A todos. Sean del equipo que sean. Por higiene. El odio no suma. Aplica para todos. Sin excepciones y sin bufanda. La culpa de que exista racismo no la tiene el negro. La tenemos nosotros. Tolerancia cero.

El racismo, como problema social y futbolístico, se presenta en sociedad con mayor o menor intensidad mediática. Y ese grado de publicidad y dimensión de los hechos lo teledirige, alimenta y diseña el poder. El que todo lo toca y corrompe. El que todo lo puede y consigue. El que levanta teléfonos, el que señala qué debe ser denunciado y qué no, el que predica cuándo es el momento para combatir el racismo y cuándo no lo es. Es el poder que imposta el agravio, el que se arroga la portavocía del bien y el que se siente protegido por la complicidad de los políticos, que usan el comodín del racismo allí donde huelen votos. El poder, con sus interminables tentáculos, construye su relato. Juega con otras reglas. No quiere ganar, quiere humillar. No quiere competir, quiere arrasar. Y rehúye la competición justa, porque tiene derecho de pernada. Genera corrientes de opinión a la carta y establece un cordón sanitario para aquellos que no piensan lo que se debe pensar y para los que no aplauden al que hay que aplaudir. Arrodilla personas, modela voluntades, doblega instituciones, retuerce normativas y siempre sale reforzado. No es personal. Sólo son negocios. Aquí no pasa nada. Y si pasa, se le saluda. Tolerancia diez.

En la guerra, la historia la escriben los vencedores. En el fútbol, la escriben los poderosos y la recitan sus trovadores. Altavoces a tope, portadas a saco y marionetas ‘on fire’. Diseñan un relato, lo moldean, lo publicitan, lo repiten y lo imponen. No es fútbol, ni es la Liga. Es su fútbol y es su Liga. No hay justicia deportiva, es su justicia deportiva. No es racismo, es su racismo. El poder manda en este país. Manda en nuestro fútbol. Tiene una nutrida guardia pretoriana y cuando algo le molesta, suelta la correa de sus perros. Pan comido para sus satélites desinformativos: venden, suministran y propagan sus encíclicas. Partido a partido, programa a programa, portada a portada. Cuando uno se compra un perro, no debe ladrar. Para eso está el perro. Denuncian el odio a uno de los suyos y amenazan con que no tolerarán ese odio a los suyos, mientras permiten que los suyos, en sus canales oficiales, acosen, intimiden o injurien gratis a clubes, árbitros o instituciones. Denuncian el odio a uno de los suyos y como el monte es orégano, toleran que los suyos, en las redes sociales, sin nombre ni apellidos, ataquen, persigan, insulten, odien y acosen sistemáticamente a todo aquel que no piense como ellos quieren que piense. Tolerancia cien.  

El periodista tiene opinión, tiene equipo, colores y bufanda. No es objetivo (somos personas, no mesas) y por lo tanto, sólo le queda un camino posible. Buscar la honestidad. Hace años que el periodismo ya no se posiciona frente al poderoso, sino que se alinea con el poder. Somos prostitución intelectual en estado puro. No queremos atajar el racismo, sino airearlo, a golpe de ‘click’. Somos peones en el tablero del poder. Ovejas. A un lado, buenistas que se hacen los dignos y que, por juventud y principio de conservación, no saben lo que es tener enemigos, pero ya saben cómo y cuándo alzar la voz para no perder la silla. Al otro lado, veteranos que presumen de ser libres y que, después de años de tener su silla garantizada, con el agua y la luz pagadas, se han olvidado del periodismo denuncia que les llevó al lugar que todavía ‘okupan’, atornillados a un estatus que les proporciona el poder que ya no combaten. ‘Panenkitas’ o ‘dinosaurios’. Periodismo de ordenador o periodismo de asador. El orden de los factores no altera el producto. Somos parte del problema. Tenemos miedo a perder el trabajo, hemos perdido la credibilidad que tuvimos y lo peor, empezamos a perder la honestidad, porque nuestra independencia está en vías de extinción. Tolerancia mil.

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