Hoy es 8 de octubre
VALÈNCIA. Este verano atípico, amenazado por el virus y aderezado por un final de liga de broma del que definitivamente han quedado excluidos los aficionados, las radios locales y la justicia arbitral, puede suponer un antes y un después en la historia reciente del Valencia CF. La catastrófica gestión deportiva del club por parte de Meriton Holdings ha abocado a la entidad a una situación complicada, otra vez excluido del maná de las competiciones europeas, con una deuda que engorda exponencialmente y un nuevo estadio sin acabar, cuya única salida parece ser confiar en el azar. En el azar confían cada navidad millones de españoles para hacerse ricos y nunca salen de pobres. Es el momento de actuar (no sé muy bien de qué manera) en lo que parece una lucha del David autóctono contra el Goliat singapurense, pero también de hacer un análisis de lo que ha ocurrido y de cómo se ha llegado a una situación que podría ser irreversible.
Cuando las cosas van mal, tenemos la tendencia a echar la vista atrás para descubrir culpables pretéritos, una profiláctica manera de evitar la autocrítica en el presente. Muchos ven el origen del mal en la venta del club en 2014, un proceso conflictivo que ya creó una gran polarización en las posturas de la masa social por la escasa transparencia de la operación; otros se remontan 25 años atrás, cuando la llegada de Paco Roig (y la consiguiente expulsión de la presidencia de Arturo Tuzón, responsable de la recuperación económica y deportiva del club tras el descenso a segunda división) inició una disparatada lucha por el poder accionarial en la entidad que desembocó, dos décadas después, en el agonizante club que rescató Lim poniendo el dinero sobre la mesa para quedarse con él. Pero creo que el referente más fiable para entender en lo que se ha convertido el Valencia se halla más de 30 años atrás y lejos de tierras valencianas.
En 1987, Jesús Gil, un arribista constructor sin ninguna idea de fútbol y solo seis años de antigüedad como socio del club, ganó las elecciones a la presidencia del Atlético de Madrid gracias a una campaña electoral en la que vendió a los socios la ilusión de que su equipo sería campeón gracias a un puñado de fichajes caros. En los años siguientes, la gestión de Gil demostró que el constructor había llegado al club con el único propósito de enriquecerse e impulsar sus ambiciones políticas, ligadas también al oscuro mundo de las recalificaciones y las comisiones, Cada temporada se hablaba de un “nuevo proyecto de Gil”, un parche en su loca carrera hacia la autopromoción y el saqueo a cualquier precio que acabaría, trece años después, con el histórico club en segunda división.
Entre Gil y Lim solo hay una letra de diferencia. Los métodos del magnate singapurense son los mismos que los del orondo empresario soriano, pese a que dudo mucho que el asiático conociera las tácticas del que luego sería alcalde de Marbella. Pero el patrón era el mismo: una continua huida hacia adelante fomentada por puntuales éxitos, propiciados por el azar, salpicada de descalificaciones a profesionales del fútbol, actuaciones totalitarias y una forma de proceder que, en el fondo, oculta un modelo de negocio basado en el enriquecimiento personal, no en la buena salud económica y deportiva de la entidad que administran. El Valencia de Lim se parece cada vez más al Atlético de Gil aunque, en el caso valenciano, el famoso “doblete” se haya jibarizado en una copa del rey.
A Gil se lo llevó por delante la actuación judicial, que desveló toda la trama de ilegalidades que había urdido para desviar fondos del ayuntamiento de Marbella y el propio Atlético hacia sus cuentas personales, pero nunca se cuestionó lo realmente importante: su ética, su capacidad para jugar con la ilusión de cientos de miles de personas que eran seguidores del club que gobernaba. En el caso de Lim, no parece que haya nada ilegal en su forma de conducir al club que compró como un capricho y, de nuevo, solo es reprobable su falta de ética, la única explicación más o menos razonable al hecho de haber desmantelado un proyecto que apuntaba a ganador para sustituirlo por otro (y otro, y otro, en un bucle que solo conduce a la ruina de la entidad) en el que el único ganador será él.