VALÈNCIA. Pensemos. El Valencia no ha sido un club estable nunca. Al menos, en los últimos 50 años. Ni siquiera en las épocas de gloria, la entidad ha gozado de cierta calma y solo hay que recordar que, en los cinco años de éxitos que transcurrieron entre 1999 y 2004, el club tuvo tres entrenadores, dos presidentes y dos propietarios, es decir, lo más alejado a una situación relajada. Además, la historia del club está llena de revoluciones inútiles, de salvapatrias que llegaron a la entidad a hacerlo grande y acabaron arruinándolo o condenándolo a ser pequeño, de buenos gestores económicos a los que se despreció porque administrar bien el dinero no da títulos. Pero es difícil encontrar en la historia del club una situación como la actual, con un dueño que vive a 11.000 kilómetros de distancia y cuyo principal asesor en materia futbolística es un agente de jugadores, una masa social enfurecida porque ve que el proyecto deportivo se va al retrete, después de progresar adecuadamente en los dos últimos años, un cuerpo técnico recién llegado y que hereda una plantilla diseñada por su antecesor, y unos futbolistas con la moral quebradiza porque saben que ellos, y solo ellos, son los únicos que pueden sacar adelante esta temporada.
La situación actual del Valencia es como una película de terror, un género cinematográfico que, aunque no lo parezca, refleja bastante bien lo que es la vida: el temor a lo desconocido, al futuro incierto, a lo incontrolable. El miedo realiza lo temido, decía Ingmar Bergman, y en el Valencia el miedo a que el club se convirtiera en algo insustancial, una simple excusa para hacer negocios vendiendo futbolistas, sin más esperanza de crecer que el azar, parece convertirse en realidad.
La película de miedo bien podría ambientarse en una sociedad castigada por sus errores, como 'El pueblo de los malditos', en la que, poco a poco, se ha instalado un elemento perturbador, un ente que va colonizando a cámara lenta todos sus estratos y va extendiendo sus redes ante la impotencia de quienes habitan en ella. Un 'Alien' que crece en su interior y que, cuando no está de acuerdo con lo que sucede, aparece para eliminar a los elementos molestos. Ese alien, esa “cosa” o esos seres de otro mundo como los de las pelis de terror de serie B de los años 50, está empezando a mostrar su poder, el que le da el dinero y la propiedad, el que le da el saber que nadie, en esa sociedad, puede pagarle lo que le costó entrar en ella, establecerse y hacerla suya. Y lo más preocupante es que lo está haciendo de manera autoritaria, con lo que la película de terror alcanza así un componente de cine fantástico, el que pinta 'La fuga de Logan' o 'El cuento de la doncella', aquel en el que la disidencia es castigada, ya sea porque eras amigo del entrenador defenestrado, ya sea porque protestas, en el estadio y después de pagar tu entrada, contra la propiedad.
Singapur es un país modélico dentro del sureste asiático. Llegar a él desde Malasia o Indonesia, sus dos vecinos, produce un curioso shock en el visitante: no hay basura en las calles, no existen los mendigos y el territorio respira civilización occidental, sobre todo si tienes dinero. Ha llegado a ese status, además de su situación como centro de negocios, por una serie de medidas draconianas impuestas a la población. Por ejemplo, en Singapur no se venden chicles, porque suponen un engorro para la limpieza de las calles, no se puede cruzar la calle fuera de los pasos de peatones, so pena de ser multado, está prohibido fumar excepto en las zonas establecidas y, por supuesto, no se puede arrojar al caliente asfalto de sus avenidas ni colillas, ni papeles ni ningún objeto de los que, en España, se tiran impunemente al suelo. Quizás es ese el modelo que se nos viene encima, el de un club modélico en cuanto a limpieza ideológica, impuesta por medidas que coartan la libertad de expresión, pero tan desnaturalizado que se parecerá a esas películas de terror en las que la resistencia es una anécdota fácilmente silenciada, la peor de las pesadillas.
Es lo que hay, como ya nos advierten, pero hay que recordar que el terror es el único género cinematográfico en el que, por lo general, el elemento extraño siempre sobrevive. Aunque sea para revivir en una secuela.