VALÈNCIA. Hace unas pocas semanas, estaba comiendo en el Richard, uno de esos bares de plancha que van replegándose en la ciudad ante el imparable avance de ceviches, tatakis y hamburguesas cada vez más grasientas. En la mesa de al lado estaba Paco Raga, que recuperó la dirección general del Valencia Basket después de que José Puentes presentara su dimisión -fue una dimisión, ¿no?-, con unos viejos amigos. A los postres se levantó y alguien de mi mesa aprovechó para tenderle el capote: “Paco, ¿no vais a fichar o qué?”. El director general y amigo personal de Juan Roig esbozó una sonrisa y, con toda la calma, le contestó: “Si ficháramos, los jóvenes no tendrían los minutos que están teniendo ahora. Y nosotros queremos que tengan sus oportunidades y que, poco a poco vaya saliendo gente de la cantera”.
No estoy contando ninguna intimidad. En realidad, lo que nos dijo Raga mientras comíamos unas huevas de sepia y unos níscalos a la plancha es exactamente el mensaje oficial del club desde que empezaron a lesionarse jugadores y no llegó nadie para suplirles. La información ha generado cierto escepticismo pero a mí, que ya no estoy tan al día de la actualidad del Valencia Basket, me pareció una buena idea. Primero porque los fichajes los paga un señor, el mecenas, que tiene todo el derecho del mundo a no querer gastarse un euro más de lo previsto; y, segundo, porque considero que no tiene mucho sentido tener las mejores instalaciones de Europa -o una de las mejores- para la cantera y que vayan pasando los años y no llegue ningún jugador o jugadora al primer equipo.
No sé si es una medida de distracción y la próxima temporada la política será otra, pero me parece que no estaría nada mal crear ese hábito, esa inercia, de subir a los mejores jóvenes al primer equipo. Y asumir, claro está, que esa decisión tendrá una influencia directa en el rendimiento del Valencia Basket. Es decir, siempre será mejor un jugador con recorrido y cierto caché que un pardillo salido de L’Alqueria. Pero probablemente solo será mejor a corto plazo. Porque las derrotas de ahora por apostar por los chavales estoy convencido de que redundarán en un club más sólido y una plantilla mejor y más identificada por València en el futuro.
Cada derrota es gasolina en los motores de los detractores. Pero esto, si se tiene la personalidad y la convicción necesarias para no ceder en los momentos más críticos, acabará cambiando. Y así lo sentí y me reforcé el miércoles mientras veía la primorosa remontada del Valencia Basket en la cancha de un club con tanta historia como la Virtus de Bolonia.
Esa noche vibré con el equipo y aplaudí a Joan Peñarroya, que guio a su formación con maestría para imponerse en el pulso táctico al mismísimo Sergio Scariolo. Y vibré con un equipo en el que tuvieron muchos minutos Millán Jiménez, Jaime Pradilla o Josep Puerto. Un partido en el que fueron tan importantes los rebotes de Jasiel Rivero como los triples de Klemen Prepelic. Un partido en el que fueron igual de importantes los minutos de pundonor de Hermannsson que los minutos de sangre fría de Van Rossom.
Esa noche vi un equipo con carácter, un ‘roster’ con amor propio, un grupo con alma. Y al final de un tiempo muerto se escuchó la voz de Bojan Dubljevic elevarse por encima del resto: “¡Quiero ganar este partido!”. Y al final, con la victoria subida ya al contador, los jugadores se arracimaron y saltaron de júbilo en una muestra de unidad que es tan importante como el mejor de los sistemas. Así que, después de comer como un gorrino y de vibrar en Bolonia, yo me subo al carro de un equipo que apuesta por la juventud.