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opinión

Ídolos de barro

8/06/2019 - 

VALÈNCIA. Hubo un tiempo en el que ciertos futbolistas lucían a gala el tatuaje grabado a fuego en su corazón con el escudo del equipo del que se habían enamorado mucho antes de gozar del privilegio de vestir su camiseta. Un tiempo en el que los propios jugadores valoraban el hecho de que un compañero priorizase el valor de la fidelidad por encima del precio de la gloria e incluso recelaban de quien, en momentos difíciles para la entidad, optaban por el salto a equipos superiores. La promesa del ‘nirvana’ que le pintaron a Pepe Claramunt en una ‘encerrona’ protagonizada por Amancio y Carlos Santillana en una concentración de la Selección para que el de Puçol diera el salto al Real Madrid cayó en saco roto como otras tantas tentativas que se le presentó a jugadores como Fernando Giner, Fernando Gómez o Ricardo Arias, entre otros. Desconozco si, en su fuero interno, puede anidar la duda de lo que habrían podido lograr en otros lugares pero sí sé que tomaron decisiones difíciles desde el corazón. 

No eran tiempos mejores ni peores que el que transitamos. Simplemente... eran otros y diferentes. Hoy en día, a cualquier futbolista al que le preguntes acerca del ‘troleo’ que le viene haciendo Antoine Griezman al Atlético de Madrid, por poner un ejemplo, te explica -y no seré yo quien le pretenda quitar la razón- que es absolutamente lógico, que la vida profesional del futbolista pasa en un ‘suspiro’ y que hay que pensar en la familia aparcando emociones para anteponer dividendos. Así pues, la figura del One Club Man, se ha terminado convirtiendo en una reliquia que cotiza a la baja y dejó su huella impresa en la memoria colectiva en tonos sepia de rancio aroma. 

Es inevitable que dicha irrefutable realidad encienda la lumbre de la nostalgia entre aquellos que ‘sienten el hierro’ y que, desde su asiento de Mestalla, elevan a los altares a quien -aunque sea de una manera fugaz- ponen su talento al servicio del Valencia CF. Es lógico que quienes respiran por los pulmones del murciélago y hacen frente a un sistema algo esquizofrénico por fomentar el culto a la “estrellita de turno” y ser , a la vez, iconoclasta, se resista a entender que quien hace 10 minutos besaba el escudo prepare maletas para buscar fortuna en casa del rico. Algo que, con total seguridad, centra la tertulia de cualquier sobremesa entre valencianistas ‘de cor’ como sucedía la noche del jueves en un restaurante de Portomarín donde cargábamos baterías tras una dura etapa del Camino de Santiago en la que nos había atropellado de manera inmisericorde una ciclogénesis explosiva de esas que se ve muy ‘chula’ en el Telediario pero que te cala los huesos si te sorprende en un bosque gallego desmontando el mito del ‘Goretx’. Entre zamburiña y bocado de pulpo, mis buenos amigos Carles, Roberto y Ramón evocaban una buena lista de nombres que lucieron el escudo del Valencia en todas las colecciones de cromos y que, de repente, cambiaron los colores del cromo dejando tanto dolor como felicidad habían sido capaces de fabricar con el murciélago bordado en el pecho. 

Y... al levantarse la persiana del Centro Comercial de fichajes cada verano, quizá sea bueno recordar a todos ellos. A los que marcharon a la mínima oportunidad que encontraron, a quienes huyeron despavoridamente de alguno de los incendios que se han declarado en los 100 años de historia del Club y también a quienes quedaron agarrando con fuerza la manguera sin esperar mayor recompensa que la satisfacción que produce el hecho de estar donde hay que estar y cuando hay que estar. No es una historia de buenos y malos. Es... la deriva de una devoción que ha mutado en negocio, que cada vez entiende menos de sentimientos y que no conviene convertir en tragedia ahora que empieza ‘el baile’ de los fichajes. Más bien nos debe dejar una enseñanza que nos ayudará a sobrellevar decepciones irreparables. Y dicha enseñanza bien se podría enunciar en una breve reflexión propia de un libro de autoayuda de esos que sirve para nivelar una mesa coja: no se enamoren del futbolista, háganlo del murciélago, que ese... nunca se cambia de equipo.

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