VALÈNCIA. En la navidad de 2019, justo antes de que nos enfrentáramos todos a un suceso que parecía sacado del guión de una película postapocalíptica, la italiana Luana Vecchio comenzó a escribir Lovesick. Entonces no tenía editorial, pero el guante lo recogió Image y el resultado es una obra que, solo por el dibujo, ya merece la pena tenerla entre las manos.
La protagonista se llama Domino, es una dominatrix que vende suscripciones a un streaming de sus actuaciones al que solo se puede acceder a través de deep web. En sus dos primeros números la trama ofrece pocas propuestas narrativas estimulantes, la mayor parte de las páginas son una sucesión de escenas de sadomasoquismo y gore. Sin embargo, tienen encanto.
A finales de los 80 y principios de los 90 el gore fue una moda. Como todas las modas, tan estúpidos fueron los que se apuntaron siguiendo la corriente como los que posteriormente se desapuntaron por el mismo motivo. Hay incluso quienes gimotean con lo que veían y aseguran que ahora serían incapaces de volver a hacerlo. El hecho es que buena parte del gore trataba sobre asesinatos extremadamente crueles de mujeres.
No se trata de hacer sociología de tres al cuarto, pero el auge de este género vino parejo al de la televisión y, concretamente, al gusto que esta tenía por los crímenes. El morbo no era algo novedoso ni propio de los tiempos, de siempre ha existido la atracción por los sucesos entre el gran público y desde la época remota han tenido un factor de terror social. Lo que no había existido siempre era la televisión, que amplificó los fenómenos.
De esta manera, lo gore era una reacción transgresora ante lo impuesto. Burlarse de la mesa de debate sobre crímenes de Ana Rosa, donde se obtienen beneficios económicos explotando los detalles más sórdidos e inevitables de la sociedad. Es decir, siempre va a haber crímenes y solo con que haya uno, ya se le puede prestar atención veinticuatro horas, de forma que el caudal de sangre y dolor en la tele sea permanente.
La cultura popular de manera seguramente poco meditada e irracional se rebeló contra esos cabezones que salían en la caja tonta frunciendo el ceño mientras asociaban crímenes abyectos a lo primero que les pasaba por la cabeza, ya fuesen los comunistas, el rock o los juegos de mesa, y lo hizo como suele hacer el pueblo estas cosas: descojonándose.
Claro que los géneros se depuran, se vuelven sofisticados en su propio desarrollo y llegamos a personajes como Jörg Buttgereit, y su díptico NEKRomantik sobre una pareja necrófila que se lleva del cementerio trozos de cadáveres para mantener relaciones sexuales con ellos. Natural de Berlín Este, de la RDA, el autor acabó filmando estas películas después de haber trabajado para las autoridades comunistas como diseñador de escaparates de tiendas y grandes almacenes. Su película de 1993, Schramm, tenía un argumento todavía más simple. Un caballero encerrado en su casa unía su pene a una mesa de madera con un martillo y un clavo.
¿Se iba a derribar el sistema con estos rollos? No, pero te reías mucho y la risa cura enfermedades. Buttgereit y otros tantos jugaban con los márgenes de la producción cultural, terror, pornografía, folletín y melodrama, creando verdaderos engendros. Frankensteins, nunca mejor dicho.