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opinión

Bajo el paraguas de Marcelino

10/01/2019 - 

VALÈNCIA. Marcelino ya sabe que el toro que le ha de matar está en la dehesa. Que esta historia acabe con la destitución de Marcelino ni siquiera se cotiza en las casas de apuestas. Es la crónica de una muerte anunciada y su despido parece cuestión de días. Pero si alguien piensa que muerto el perro, se acabó la rabia, vive en Cortilandia o aspira a batir el récord del mundo de ingenuidad. Decida lo que decida Singapur, porque el que paga manda, una salida de Marcelino tendrá un efecto dominó. Vendrá otro, igual, mejor o peor. El tiempo dirá. Y gane o pierda, el escenario será delicado. Y tendrá una bomba de relojería instalada en la grada de Mestalla. Una bomba de tres tiempos. Primero, si sale Marcelino, el crédito de Mateu Alemany se verá erosionado de manera seria. Segundo, llegue el que llegue, si el equipo no concatena varias victorias, alguien empezará a tener cuello para girarlo al palco. Y tercero, lo más grave, el aficionado volverá a vivir, en sus propias carnes, cómo el auténtico poder del club queda en las manos de los jugadores.

Sí, otra vez, los jugadores tendrán la sartén por el mango. Y el VCF volverá al kilómetro cero de los años de plomo, donde el poder estará concentrado en la voluntad de un vestuario que habla más de lo que corre, que dicen que lo intenta todo y no le sale nada, que dice defender a Marcelino pero no se defiende ni a sí mismo y que dice que está a la altura de la afición pero este año no puede mirarla a los ojos. No hace falta ser Albert Einstein para darse cuenta de que con la marcha de Marcelino se irá uno de los pocos entrenadores de la historia contemporánea del Valencia que heredó un muerto y lo convirtió en un equipo competitivo. Tampoco hará falta ser el más listo de la clase para saber que ese vestuario, por mil razones, se le ha ido de las manos. O porque su mensaje ya no llegaba con la claridad de antes, o porque se han hartado de que haya alguien que les exige más de lo que pueden o quieren dar. Como suena.

Bien o mal, Marcelino se echó el equipo a la espalda, protegió a todo el vestuario, calló episodios tristes, pasó por alto caprichitos, pidió compromiso a los pesos pesados y en otros casos, viendo que la reacción del grupo no llegaba nunca, alternó palos con zanahorias. Si el adiós del asturiano se confirma se irá un entrenador que, con sus múltiples errores y aciertos, se ha puesto el primero en la fila de las culpas, ejerciendo de escudo humano de unos futbolistas a los que les ha venido grande la camiseta del Valencia este curso. No hace falta expedir carnés de buen o mal valencianista para darse cuenta de que, bajo el paraguas de Marcelino, se esconde un grupo de jugadores que ha vivido, de manera plácida y cómoda, instalados en la autocomplacencia, como si hacer una temporada buena fuese suficiente aval para echarse la siesta, tumbarse a la bartola y dejar el pico y la pala, cambiando la ética del trabajo por la cultura del mínimo esfuerzo.  Si Marcelino es el máximo responsable, que lo es, estos jugadores son los máximos culpables. El asturiano se irá y ellos se quedarán. Ley de vida. Lo sabe el club. Lo sabe Lim. Y lo sabrá Mestalla.

Y de ahora en adelante, los futbolistas tendrán que afrontar la cruda realidad: que la gente del Valencia sepa, de una vez por todas, si han querido y no han podido, que sería gravísimo para sus carreras profesionales; o si no han querido y más que la cama, han tirado de edredón, que sería gravísimo para el club y sobre todo, imperdonable para el aficionado. Con los resultados en la mano, el hincha del Valencia no quiere palabras, quiere hechos. Y como ve que el barco se está hundiendo, pide un cambio en el banquillo. Lógico y normal. Pero como a uno no le pagan por apasionarse, sino por dar su opinión con absoluta libertad, conviene no apartarse de la línea más coherente que siempre se ha defendido en esta columna: el problema del Valencia Club de Fútbol nunca ha sido de entrenador. Y en esta ocasión, tampoco me lo parece. Si hay un cambio en el banquillo, ojalá que el VCF reaccione. Me alegraré por su afición. Por nadie más. Sin ánimo de ofender, la experiencia me dice que no hay futuro para un club donde mandan los jugadores.

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