VALÈNCIA. Esta semana ha muerto uno de esos personajes que casi nadie conoce en España pero que protagonizaron una vida admirable. Bill Pinkney falleció hace unos días en Atlanta a los 87 años. El tal Pinkney fue el primer hombre de raza negra que dio la vuelta al mundo en solitario, en un velero, cruzando los cinco grandes cabos que hay al sur del planeta. El navegante zarpó con 55 años desde Boston, en agosto de 1990, y regresó, 22 meses después, en junio de 1992.
El gran hito de todo marinero que se precie es pasar por el Cabo de Hornos, donde chocan dos océanos, el Pacífico y el Atlántico. Pinkney llegó a este punto, en la recta final de su travesía, un tormentoso día de San Valentín de 1992. Su barco, de 47 pies, era un juguete en manos de una olas gigantescas que lo zarandeaban alimentadas por el ‘williwaw’, un viento helado, repentino y violento, que sopla desde la montaña hacia la costa en el sur de Chile.
A pesar de estar dando saltos sin parar, sacudido por el mar, Pinkney arrió las velas, descorchó una botella de champán, como manda la tradición, y bebió mientras tiraba unas serpentinas. El valiente navegante lo grabó todo en vídeo para enseñárselo después a unos niños a los que quería servir de inspiración.
Dar la vuelta al mundo en solitario siempre es una aventura, pero además hay que tener en cuenta que ningún negro, que generalmente tenían complicado -y siguen teniéndolo- llegar a este mundo, lo había hecho anteriormente. Para entender lo que supone hay que documentarse y ver que contó en sus memorias, tituladas ’As long as it takes’ (El tiempo que sea necesario), que había reservado para su paso por Ciudad del Cabo, en tiempos de la Sudáfrica del Apartheid, un spinnaker rojo, negro y verde, los colores del orgullo afro.
Pinkney, el hijo de una criada, fue un niño que creció yendo a recoger la ayuda de la beneficencia: un trozo de queso, patatas y leche en polvo. Él soñaba con ser artista, pero su madre se lo explicó con claridad: “Hijo, los únicos artistas que ganan dinero son los hombres blancos que ya han muerto…”. Pinkney, eso sí, fue un hombre que no se resignó jamás a ser discriminado por el color de su piel.
No fue sencillo afrontar su reto. Pinkney necesitaba que algún empresario le respaldara, pero todos le decían que no. Hasta que ‘The New York Times’ publicó un artículo sobre su propósito y esto animó a un mecenas a sufragar su travesía a cambio de quedarse la embarcación al terminar la vuelta al mundo.
Pinkney empezó a navegar en el lago Michigan, luego siguió en Nueva York, donde se acostumbró a ser el único tripulante negro. Su primer velero fue un Pearson Triton de 28 pies al que bautizó con el nombre de ‘Assagai’, al parecer, una lanza africana. En Nueva York se hizo judío para poder casarse con una mujer blanca. No importó demasiado. La familia de la novia les dio la espalda por el simple hecho de que él era un hombre negro.
Nunca le asustó la gente que le miraba mal por su raza. Nunca le asustó nada, de hecho. Quizá porque de pequeño le impactó la lectura de ‘Call it courage’, un libro que cuenta la historia de un niño de la Polinesia que vence su miedo al mar, el motivo por el que le despreciaba su padre, lanzándose al agua en una canoa para emprender una aventura que le convertiría en otro hombre. Pinkney también regresó de la suya siendo otra persona. Su mujer tenía un sueño, llevar un restaurante, y él tenía otro, el mar. Con el paso del tiempo acabaron entendiendo que sus sueños, en realidad sus vidas, eran incompatibles. Por eso, un buen día, en 2001, cogieron un vuelo a Chicago, se presentaron ante el juez cogidos de la mano, firmaron el divorcio y después se fueron a comer juntos y a brindar con champán.
La idea inicial de Pinkney, cumplidos los cincuenta, era dar la vuelta al mundo usando un par de atajos: los canales de Suez y Panamá, algo que sí había hecho otro navegante negro, Ted Seymour, en 1987. Pero un viaje a Inglaterra para conversar sobre su proyecto con Robin Knox-Johnston, el primer hombre que, en 1969, dio la vuelta al mundo en solitario y sin escalas, le hizo cambiar de idea. Sir Robin le dejó hablar y, después de escucharle, fue tajante: “Lo que tú me cuentas (ir por los canales) es un crucero para niños”. El legendario navegante le recordó que bajar hasta los cinco cabos del sur y enfrentarse a los océanos más fieros era el verdadero reto, y que él tenía en sus manos la posibilidad de ser el primer negro en conseguirlo. Su opinión fue determinante y Pinkney regresó a Estados Unidos convencido de que debía lanzarse a la aventura con el ‘Commitment’.
Ya ‘coronado’, tras su gesta, Pinkney supervisó la construcción de una réplica de ‘La Amistad’, una goleta cubana que los esclavos africanos tomaron en 1839 cuando navegaba hacia el Caribe para venderlos como mercancía. El marinero negro fue el capitán de esta nueva ‘Amistad’ durante mucho tiempo. Más tarde, ya en los últimos años, se marchó a Puerto Rico para vivir alquilando embarcaciones de recreo. Ya entonces era un hombre curtido que había aprendido una lección: “Al mar no le importa quién eres, cuál es tu raza o tu género, cuánta riqueza o poder posees, o incluso qué bandera o sistema político abrazas: el mar trata a todos de la misma manera”.