VALÈNCIA. Se nos ha ido el cántabro Enrique Pérez Díaz. Pachín nos dejó una huella profunda. Hay tipos con paso efímero por Orriols, pero tan intenso que se sienten granotes el resto de sus vidas. Él fue uno de ellos. Eso afirmó siempre el maestro Regües.
El curso 1978-79 Naya, otro chulazo de época, devolvió al Llevant a Segunda. Ese año tengo un recuerdo nítido del 8-0 al Olímpic, con cuatro tantos de Murúa. Sobre todo de la alegría desbordada en la grada, de sentirnos el Liverpool de McDermott, dirigido por Bob Paislay, en nuestro pequeño universo entre huertas y dramas. La misma noche de la celebración de aquel ascenso, Sanz destituyó a Naya. Se atrevió a exigir un aumento, dicen. Quizá un comentario inapropiado, quién sabe. Las estampas entre bastidores del Llevant de aquella época inspiraron a Scorsese para rodar Casino. Se vivía a medio camino entre los cortes de luz, los habanos y el Chivas. La directiva se solía reunir en el yate del presidente Sanz, que se acabó fugando del país, apremiado por las deudas.
Pachín llegó en la 79-80 y firmó una digna décima posición. Tenía en su cuerpo técnico a dos mitos levantinos: Ramon Balaguer y Toni Calpe. Siguió en la 80-81 y puso líder de Segunda al Llevant al final de la primera vuelta, tras una victoria en Castalia con gol de Garrido en el último suspiro que desató la euforia entre el levantinismo desplazado, casi como el de Roger ante el Vila-real. Desde los primeros años 60 la nación granota no había olido tan de cerca la élite y la emoción se desbordó. En exceso. Faltó templanza. Se tiró la casa por la ventana con Cruyff y se truncó el precario equilibrio en el vestuario, donde había un malestar latente por las dificultades para pagar a los futbolistas. Un mes después Pachín fue cesado y Aznar puso al frente de la nave al candidato del as holandés, Joaquim Rifé. Y se concatenaron los desastres. Y los abismos.
El club volvería a recurrir a Pachín en dos emergencias, en los 80. Con sus patillas y su tupé, conectó con la hinchada levantina, hizo piña en sus vestuarios y fue incómodo para los directivos. Las peñas habían salvado literalmente al club desde las grandes crisis de los años 50, eran los que arrimaban el hombro cuando llegaba una amenaza de embargo y tenían una enorme influencia en el club, pero no consiguieron que se confiara un proyecto estable y paciente a Pachín. Vivíamos instalados en la urgencia permanente.
El bar El Polp, en la calle de la Reina, dio nombre a una de las peñas más activas. Enfrente había una barbería. Unos pocos años antes de la goleada al Olímpic mi padre ya me llevaba al Polp algunos sábados por la tarde. Habréis oído hablar de los territorios mágicos de la infancia. Aquel fue uno. A veces mi madre le decía que tenía el pelo para cortar. En la barbería me daban una caja de latón con soldaditos y esperaba mi turno. Y mi padre cruzaba al bar a tomar café y jugar la partida. Me ponían una capa blanca para niños. Me gustaba el olor de la loción, el repiqueteo metálico de las tijeras y que me tocaran la cabeza, como hoy en día. En los años de Pachín casi todos los adultos pedían patillas como las suyas. Y tupé. Me ponían unos cojines en el culo y así me podía ver en el espejo, entre fotos antiguas colgadas con celofán, la mayoría del Llevant.
Al acabar, el aprendiz me cruzaba a El Polp, donde jugaba en la trastienda, por donde se salía a la calle del Doctor Lluch. Allí estaba la oficina de la peña, con un gran escudo de chapa pintado. Y en la fachada trasera siempre había capellanets a secar. A veces mi padre me silbaba para que me acercara a la mesa y me enviaba a por algo al taulell. Yo me subía al repié y asomaba la cabeza para pedir. En la esquina opuesta había una enorme urna vertical de madera noble y cristal y dentro se conservaba la enseña histórica de la peña, con las barras blaugrana, el pulpo y la Senyera.
Cuentan que antes de andar, mi tío-abuelo Paco, el más levantino de la familia, que también inició a mi padre en el fanatismo blaugrana, ya me llevaba a Orriols. Cada vez que me encuentro ante una encrucijada sentimental como la de hoy, construyo un altaret de recuerdos, de personas a quienes debo mi insobornable militancia: mi tío Paco, mi padre, sus amigos, el barbero. Y siempre me pregunto cómo es posible que tuvieran aquella fe inquebrantable en que un día como hoy de 2021 estaríamos en San Mamés porfiando, en doble acto, por jugar una final de Copa, como en el 37.