VALÈNCIA. Los cuentos infantiles que me narraban de pequeño difícilmente pasarían una criba sobre corrección política. En la mayoría de ellos, una chica de extraordinaria belleza, como única cualidad sobresaliente, pasaba mil y una penurias antes de encontrar a un príncipe que la rescatara de la miseria y el oprobio. En la segunda década del siglo XXI, esos relatos son la expresión más ingenua (o no) del patriarcado, porque enseñaban a los inocentes infantes que las mujeres desvalidas solo podían salvarse gracias a la intervención de un hombre, rico, guapo y joven, que al final se casaba con ellas. Pero eran muy comunes en los tiempos en los que nadie imaginaba que se podía entretener a un niño con una esponja parlanchina y con ojos de haberse fumado un campo de marihuana, como ocurre medio siglo después. Cenicienta era vilipendiada hasta la extenuación por su madrastra y sus hermanastras, una circunstancia que hizo odiar el sufijo -astra hasta límites insospechados a varias generaciones, puesto que a Blancanieves también la mortificaba su madrastra, una reina maligna y transformista que se podía convertir en bruja para regalarle una manzana envenenada; y La Bella Durmiente caía en un sueño eterno, maldita por una hada despechada porque no fue invitada a la boda de sus padres, quien le auguraba la muerte al pincharse con el huso de una rueca. Pero todas ellas rompían el conjuro cuando aparecía el príncipe que las salvaba de la desdicha, justo antes del colorín, colorado.
Cuando crecí me aclararon que esos cuentos no eran ciertos, que eran narraciones fantásticas, endulcoradas por la visión que Disney nos ofreció de ellas, y no sucedían en la realidad, porque los príncipes salvadores solo aparecían en las páginas del 'Hola'.
Pero no es verdad. Los príncipes existen y ahora aparecen no para rescatar a las chicas de las humillaciones familiares o brujeriles, sino para salvar clubes de fútbol. Los hay que están forrados de petrodólares e invierten sin tregua en futbolistas de primer nivel, entrenadores con pedigrí e infraestructuras faraónicas, cambiando el oro negro por triunfos blancos, la ostentación por el éxito deportivo. Viven en pequeños estados muy lejanos, aparecen en los palcos de los estadios con sus túnicas inmaculadas y utilizan su dinero para lavar la imagen despótica que transmiten sus pequeños países, lugares donde las mujeres, por cierto, se pasan la vida esperando que aparezca uno de ellos para que, con un beso, las convierta en nobles y las integren en sus harenes.
El que le ha tocado al Valencia en este reparto principesco proviene de un país ignoto, que ni siquiera es tal, no viste con una túnica blanca, sino como el gordo de 'Resacón en Las Vegas', y está dispuesto a poner todo su dinero para construir proyectos con los que abrir sus alas y avanzar en nuevos desafíos, según afirma él mismo y corrobora su corte de honor: los amigos, aduladores y súbditos que resaltan su generosidad, su sapiencia deportiva y su capacidad para rodearse de vasallos eficientes.
El que le ha tocado al Valencia llegará en junio para destronar al malvado Murthy, revertirá el año de ignominia en el que el club ha fregado suelos como Cenicienta, ha caído en el sopor como La Bella Durmiente y ha tenido que convivir con una pandilla de enanos bizarros como Blancanieves. Los triunfos agónicos, los empates pírricos y la vergüenza de luchar por salvar la categoría se acabarán cuando nuestro príncipe haga un equipo invencible, a imagen y semejanza de los tigres de Malasia a los que educó y dio lustre. Y conseguirá que, de nuevo, seamos felices y comamos perdices.