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VALÈNCIA. La serie de televisión que más me ha ayudado a sobrellevar las semanas de confinamiento ha sido 'The Last Dance', un excelso documental de casi nueve horas de duración, dividido en diez capítulos, que repasa la trayectoria de los Chicago Bulls entre 1984 y 1998, los catorce años en los que el conjunto de Illinois tuvo en sus filas a Michael Jordan. Seis campeonatos de la NBA en ocho años y la sensación de que aquel equipo no solo era invencible sino que puede figurar por méritos propios como uno de los mejores de toda la historia del baloncesto son el balance objetivo de ese periodo. Pero 'The Last Dance' deja un montón de lecciones que se pueden aplicar al fútbol y, por añadidura, al Valencia CF, que es lo que nos interesa en estas páginas.
La serie destripa, probablemente de manera más amable de lo que fue en realidad (fue supervisada por el propio protagonista), la personalidad y el liderazgo de Jordan, un tipo capaz de cualquier cosa por ganar en todos los campos de la vida. El número 23 de los Bulls encontraba motivación en cualquier gesto de los contrarios: la negación de un saludo, un comentario inapropiado, un premio que creía merecer y que le habían dado a otro o una disputa del juego. Utilizaba esos retos, en apariencia minúsculos, para superarse a sí mismo, en un juego de pequeñas venganzas diarias que provocaban que los rivales pensaran que lo más inteligente era no despertar a la bestia. Pero su hambre por ganar no se limitaba a hallar alicientes en el comportamiento ajeno; él mismo acosaba, insultaba y provocaba a sus compañeros de equipo en los entrenamientos con el fin de conseguir que dieran el máximo de sus posibilidades, que llegaran al límite en cada partido, en cada lance del juego, en cada temporada, para construir un equipo campeón.
Con todas las reservas del mundo, se puede extrapolar ese carácter ganador que demostró Michael Jordan durante sus años como jugador de los Bulls a las diferentes plantillas que ha tenido a lo largo de su historia el Valencia. O, al menos, la historia que recordamos. No es casualidad que los cinco años de gloria que transcurrieron entre el título de copa de 1999 y la Copa de la UEFA de 2004 estuvieran comandados por jugadores como Cañizares, Ayala, Carboni o Pellegrino. Todos ellos eran futbolistas que llegaron a Valencia con la ambición de reivindicarse, con carreras en las que no habían cumplido con las expectativas que se habían depositado sobre ellos, ya fuera por la falta de confianza propia o por la de los técnicos que los entrenaron. En Valencia, sin llegar a los extremos de Jordan, supieron espolear a una plantilla, principalmente la gente joven que complementaba su experiencia, para lograr el éxito. Si a esto añadimos el talante del entrenador, un Rafa Benítez que confiaba en que el trabajo y las ganas del grupo para rendir por encima de sus posibilidades (algo así como lo que hacía Phil Jackson en los Bulls), los resultados dictan sentencia.
No hemos vuelto a ver un Valencia de esas características desde entonces (con la breve excepción, y en menor medida, del que ganó la copa la temporada pasada sobreponiéndose a decenas de obstáculos), porque los técnicos que llegaron después nunca supieron insuflar ese espíritu en sus plantillas, algunas de ellas incluso de mayor calidad que la del lustro glorioso, y porque, entre los componentes del grupo de futbolistas, no había ninguno que tirara del carro como lo hicieron quienes lideraron aquel equipo. Algo parecido ocurrió con los Chicago Bulls, un equipo que, desde aquel último baile, no ha ganado ningún título y solo ha conseguido clasificarse entre los cuatro primeros de la liga en una ocasión.
2004 fue el último baile del gran Valencia, el punto final de una época gloriosa que llegó gracias a la actitud de todos y el empuje de quienes abanderaron aquel proyecto.