VALÈNCIA. Este que comienzan a leer es mi último artículo de esta temporada para Plaza Deportiva. Cuando vuelva, en septiembre, el curso 19-20 habrá empezado, el Valencia habrá jugado ya tres partidos de liga -uno de ellos a la hora que más casca el sol en pleno verano- y conoceremos el grupo que nos ha tocado en la Champions. El año del centenario más uno estará ya a pleno funcionamiento y, con toda seguridad, ya habrá quien diga aquello de “mira que són roïns” o “ja tenim equip”. En este caluroso agosto que se avecina solo nos queda esperar con paciencia a que ruede el balón y confiar en que no se hagan cosas como fichar un lateral izquierdo. En la fábrica de laterales izquierdos de Paterna, esa que surte de futbolistas a la selección española desde hace años, no caería demasiado bien la noticia. Como he dicho, hay que esperar a que ruede el balón y la espera lleva implícita la reflexión. Pensar en cómo de grandes son la expectativas y si, con el equipo que hay, se pueden cumplir. El valencianismo es muy dado a la euforia irracional y, hasta en los tiempos en que nuestros delanteros eran Hélder Postiga y Dorlan Pabón, pensaba que teníamos opciones de ganar un titulo.
En la temporada que comenzará en tres semanas, las expectativas son grandes. La plantilla ha crecido en potencial (si no hay sorpresas en el mes de agosto) y mantiene el bloque de la temporada pasada, se intuye un ataque más efectivo que el de la primera parte del curso anterior y la sensación que transmite el Valencia es que va a ser un equipo al que será difícil hincarle el diente. A estas consideraciones subjetivas se añade un hecho objetivo y diría que cabalístico. Las dos últimas copas conquistadas en años acabados en nueve supusieron el comienzo de una era de triunfos para el club. La copa de 1979 contra el Madrid abrió la puerta a la Recopa y la Supercopa europea del año siguiente. La de 1999 contra el Atlético de Madrid fue el preludio a una avalancha de éxitos en forma de dos ligas, una copa de la UEFA, una supercopa europea y dos finales de Champions. La copa de 2019 contra el Barcelona debería ser el prólogo de otra era de títulos. Nótese además que cerraría el círculo de haber iniciado una racha de felicidad que los rivales en esas finales de copa son los principales contrincantes para impedirla.
Ojalá se produzca, porque no podemos olvidar que hace tres años empezábamos la temporada con Pako Ayestarán en el banquillo, con Abdennour y Aderlán Santos como bastiones defensivos y con Nani como fichaje estrella y algún iluso albergaba la esperanza de que se ganaría algo más que el Trofeo Naranja. Quizás el modelo que habría que buscar es el de la temporada siguiente a la copa de La Cartuja, cuando el Valencia tenía entrenador nuevo y se reforzaba con modestia, pero empezaba a consolidar un bloque que lo llevaría a la final de la Liga de Campeones y a clasificarse para esa misma competición en un apoteósico final de liga. Coincido con Rafa Lahuerta en que la segunda vuelta (y los partidos de Champions que se intercalaban) de aquel equipo dirigido por Cúper y comandado por Mendieta y Claudio López es una de las series de partidos en que mejor he visto jugar al Valencia en mi vida.
Es difícil abstraerse de esa ilusión que generó la copa de Sevilla y pararse a pensar cuáles son los objetivos reales de este equipo. Quizás la mejor sensación es que las cosas se están haciendo bastante bien, por primera vez desde que el propietario del club es de Singapur, y eso, aunque no es garantía de éxitos, suele desembocar en triunfos deportivos para los clubes del nivel del Valencia. Vamos, pues, a resucitar el club del nueve.