opinión

El equipo más odiado del mundo

7/02/2019 - 

VALÈNCIA. A comienzos de la década de los 90, el Valencia se acostumbró a acabar la liga en cuarta posición, en unos tiempos en los que ser cuarto solo daba derecho a una mísera clasificación para la Copa de la UEFA. Dirigido desde el banquillo por el holandés Guus Hiddink, el Valencia era un equipo amable, que practicaba un buen fútbol pero que no molestaba ni disputaba títulos a los grandes del fútbol español. Para que los más jóvenes lo entiendan, era como el actual Betis, un equipo admirable al que todos querían imitar por su forma de jugar pero al que nadie deseaba parecerse por su falta de competitividad. Incluso en el programa de referencia de los lunes, 'El día después', que emitía entonces Canal + en abierto, evitando las molestas rayas del codificado que impedían ver, por ejemplo, el porno de los viernes, Michael Robinson acuñó el término “Made in Valencia” para definir un fútbol vistoso pero inofensivo cuando los rivales eran de postín.

Las cosas cambiaron a comienzos de este siglo, cuando el Valencia se convirtió en una amenaza para el poder establecido. Todo empezó en el primer partido de liga de la temporada 2001-02, el día en que el Real Madrid de los flamantes galácticos visitó Mestalla y salió derrotado. La prensa capitalina, siempre  fiel a la conservación del statu quo futbolero en nuestro país, se pasó semanas analizando el juego de David Albelda, el número de faltas que había cometido, su presunto juego subterráneo y hasta su culpabilidad en la muerte de Manolete. Con Albelda como estandarte, el Valencia se transformó en un conjunto incómodo para el orden público, un enemigo imprevisto, el equipo más odiado del mundo, el “puto Valencia”. Aquella rebelión valencianista duró cuatro años, los que necesitó el club para autodestruirse, siguiendo la tradición fallera valenciana, y el Valencia volvió a ser el equipo simpático, el “grande venido a menos” (infeliz expresión que hemos escuchado tantos años), que de nuevo no molestaba demasiado a los verdaderos amos del cotarro. 

La travesía en el desierto del Valencia amable e inofensivo acabó en el verano de 2017. El fichaje de Marcelino como responsable técnico del equipo fue toda una declaración de intenciones. El entrenador asturiano arrastraba, en sus 20 años de carrera profesional, la fama de ser un personaje controvertido, amado por los seguidores de los conjuntos que dirigió y odiado por todos los demás. Yo mismo odié a Marcelino durante años, cuando entrenó al Recreativo, el Racing, el Zaragoza o el Villarreal, porque me parecía un tipo ventajista, siempre dispuesto a sacar provecho de todas las tretas que el fútbol permite, o no. Evidentemente, cambié de opinión (estos son mis principios, si no le gustan, tengo otros, que diría el gran Groucho Marx) el día en que estampó su firma para dirigir al Valencia. La contratación de Marcelino, más que el efecto de cambio de una dinámica perdedora que había traído al Valencia a gente como Neville o Ayestarán, significó una apuesta por recuperar ese título honorífico de equipo más odiado del mundo, que tantas alegrías dio a la entidad valencianista en tiempos pasados.

Año y medio después de aquella apuesta, el Valencia lo ha conseguido de la manera más inesperada. En una extraña rivalidad con el Getafe. Las diferencias irresolubles con Real Madrid, Barcelona, Atlético de Madrid o Sevilla han desembocado en una enconada disputa con el Getafe, y eso debería ser objeto de reflexión, mas la animadversión del Getafe, equipo madrileño (no hay que olvidarlo), ha rescatado, para los medios que viven del poder, el espíritu de aquel Valencia incómodo, peleón, puñetero y odiado, con una extraña campaña en los medios tan ridícula como aparentemente inexplicable, pero provechosa para el futuro del Valencia. 

Porque, como históricamente se ha demostrado, el destino de este club es el de ganarse enemigos para ser grande, el Getafe tiene que ser solo un eslabón en la cadena para volver a ser repudiados por todo el mundo, un instrumento para vivir ambientes hostiles en los campos de los equipos con pedigrí, el primer estadio de una escalada de ira en la que, una vez el Valencia haya hecho la vida imposible a los equipos con más posibilidades económicas sobre el campo (y no hablo de batallas campales al acabar los partidos, que de eso también sabemos mucho), el aficionado rival grite con todas sus fuerzas aquello del “puto Valencia” y vuelva a considerarlo el equipo más odiado del mundo.

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